Efecto Casimir

Convencido de que el principio de todo estaba en la nada, mi padre eligió el nombre de Nada para su primogénita. Yo escogí Antígona. Luego tuve que elegir entre la literatura y la ciencia. Opté por la ciencia, aunque no realmente. No dejé de leer ni de escribir, cuentos y poesía, al menos por un tiempo. La ciencia me absorbió y dejé de escribir, luego de leer. Encontré un refugio en la divulgación de la ciencia, podía seguir leyendo y escibiendo sin traicionar esa elección que requería todo mi esfuerzo.

Ya con un trabajo como científica me convertí en malabarista. Intenté conservar mis pasiones, mis amistades, el baile, la divulgación de la ciencia, la literatura y sobre todo eso cumplir como madre. Fui torpe y renuncié. Me volví monótona pero no por ello más productiva. A mediados del 2013 una decisión cambió mi vida. Día a día comencé a sentirme viva de nuevo. Volví entonces a la literatura, al baile, a mis amigos. Rescaté retazos de textos, narré historias de orquídeas y trenes. Esta vez sin malabares y sin renuncias absolutas. Tomar decisiones, resolver lo urgente, adelantar lo necesario y conservar espacios para mis pasiones.

Entre todos las cosas variables, me aferro a las constantes. Escribo porque no puedo evitarlo. Hoy decidí compartirlo (gracias Susi por darme el empujón final). Los primeros posts serán una ensalada de mi pasado y presente. Las fechas de los escritos del pasado son cosas borrosas. Soy mala para eso. Se que hace 65 millones de años se extinguieron los dinosaurios, la Tierra se formó hace 4 mil quinientos millones de años y el Sol hace 5 mil millones. Mi doctorado lo obtuve en... tengo que revisar mi CV.

El título de este blog honra mi dualidad inevitable: ciencia y literatura. Aprendí del efecto Casimir en la licenciatura y se quedó en la memoria como una de esas muchas curiosidades de la mecánica cuántica hasta que alguien combinó su tema de tesis de licenciatura con el nombre que mi papá eligió para mi. Fue una broma tan bien construida que me siguió hasta la desvelada del año nuevo en la que buscaba un nombre para un blog, para los escritos de Nada para Nada.

sábado, 27 de abril de 2019

Ser visible

26 de marzo de 2019

Estábamos en quinto año de primaria, L y yo éramos amigas, cuando salíamos al recreo compartíamos lo que cada una había aprendido en las clases de karate. Un día me enteré que ella y yo éramos rivales. La fuente de la supuesta discordia era un niño que había sido su novio y que luego se me declaró a mi. Yo le dije que si y no volví a hablarle porque no tenía idea que hace una con un novio a los 11 años, pero de cualquier manera los chismes corrieron, se nos identificó como rivales y dejamos de hablarnos. Pasaron más de 30 años para que me enterara, por su perfil de Facebook en el que nunca me aceptó, que L era lesbiana. Pero a ella no la considero como la primera lesbiana que conocí. La primera llegó en un auto que a mi me parecía deportivo, con el cabello corto, vestida con camiseta blanca, tenis y pantalón de mezclilla. La recuerdo, con el brazo doblado recargado en el toldo del auto llamando a su hermana, una de mis compañeras de la primaria. Su imagen en mi cabeza es tan nítida como la sensación que tuve de que ella era diferente al resto de las mujeres que conocía. Aunque ella sólo tenía 17 años me pareció la mujer más segura de si misma que había visto. No se cuando me di cuenta que ella era lesbiana, fue una certeza que tuve y ya. Apenas hace un año volví a hablar con su hermana y pregunté por ella con algo de miedo porque mi certeza no fuera real. Descubrí que no me equivoqué.

La secundaria 41, sor Juana Inés de la Cruz es pública y es de puras mujeres.  Ahí me enamoré por primera vez de C y nunca se lo dije. No se cuál era mi temor, pero algo parecía no estar bien y preferí callarme.  Por una razón que no entendía entonces, otra amiga, S,  se enojaba siempre que hablaba C, lo descubrí años después cuando S y yo nos reencontramos, retomamos nuestra amistad  y fue ella la primera mujer con quien sostuve una relación sexual. En ese entonces yo hacía la maestría, estaba casada (con un hombre), me definía como bisexual y estaba enamorada de L,  una compañera de la maestría a quien tampoco se lo dije nunca. 

Hay una historia entretejida en estos recuerdos a la que llamo “mi vida hetera”.  Mi padre  decía que yo debía vestir con pantalones, usar cabello corto y zapatos cómodos. Yo quería vestidos, moños y zapatos rojos. Mi padre decía que así era libre. Mi educación esquizoide tuvo cuentos de ciencia ficción que alimentaron mi convicción de ser científica, convicción que jamás fue desalentada por mi familia cercana. Mi papá decía que las mujeres debíamos leer y aprender, pero lo vi lavar trastes dos veces en mi vida, mientras mi mamá trabajaba, estudiaba, cocinaba, y se esforzaba día y noche por mantenerlo contento. Como ella, todas las mujeres de su familia se esforzaban por servirlos a ellos y eso definía desde su forma de vestir hasta sus rutinas diarias y planes futuros.  Yo no sabía que las cosas podían ser de otra forma. En una de las muchas lecciones que me daba, mi padre me dijo que las mujeres que no tienen a un hombre a su lado envejecen más pronto. No tenía forma de comprobarlo, ahora a los 47 y sin depender de ningún hombre, ni emocional, ni económicamente, puedo ver que estaba equivocado.

Estudié la carrera de física rodeada de hombres, con un novio celoso, que le caía muy bien a mi papá y que logró que me apartara del resto de los compañeros. A los 22 años comencé la maestría y me casé con quien fue mi compañero por 18 años. Fue él quien convenció a S, mi antigua amiga de la secundaria que tuviéramos sexo, el único requisito era que él también participara. Yo no tenía idea de cómo acercarme a una mujer y en general mi disfuncionalidad para lo social me hacía difícil conocer a nuevas personas. Mi vida era la universidad y mi universo de personas se limitaba a quienes conocía ahí y casi todos eran hombres. 

Mi carrera académica continuó y un día quise un bebé. Era una necesidad irracional y absurda para alguien a quien no le gusta lidiar con infantes. Hice planes con el marido para tener un hijo cuando yo tuviera el doctorado y él un libro publicado, cosas que sucedieron casi al mismo tiempo y llegaron junto con el desempleo de ambos. Nos mudamos a Pensilvania donde yo conseguí trabajo y finalmente decidí que el momento perfecto para tener un hijo estaba muy lejos, así que era ahora o nunca. Nos embarazamos y nos mudamos a Pasadena, California donde conseguí un nuevo trabajo en el Jet Propulsion Laboratory. Parí a los 34 años de edad en un hospital muy lindo pero con condiciones terribles de seguridad social. Para tener derecho a ausentarme una semana y recibir un sueldo, debía trabajar primero 6 meses. No era posible tal cosa. Descubrí que la burocracia es burocracia donde sea, incluso en la NASA y tuve que regresar a trabajar al mes de parir, pues me quedé sin sueldo a las 3 semanas de que mi hijo nació. Aquí en México las investigadoras llevaban a sus bebés a su oficina, cuando yo pregunté si podía hacer eso, mi jefa me respondió asombrada de que yo hiciera una pregunta cuya respuesta era un evidente y rotundo “no”. Sin dinero para pagar una guardería, el papá se dedicó a cuidar al hijo y yo a trabajar de 10 am a 5 pm, levantándome de mi asiento solo para comer, sacarme leche e ir al baño. En casa me esperaba un marido cansado que hacía la cena y desaparecía para que yo me encargara del hijo toda la noche, hasta la mañana siguiente. Fue el año más largo de mi vida y me convenció de que la maternidad no era lo mio. Cuando nos separamos el papá se quedó con la guardia y custodia y yo con el deber de pasarle una parte de mi sueldo para la manutención de nuestro hijo. 

A mis 38 años yo tenía todo lo que había querido, a decir de quien era mi marido. Doctorado, hijo, trabajo como investigadora en la UNAM. A su juicio, yo no merecía nada más. La vida social se acabó, me sentenció. Mi discapacidad para lo social nunca me impidió tener amistades, todas ellas construidas dentro de la academia. Amaba las fiestas, bailar e ir al cine, pero eso se había acabado. Dentro de mi algo estaba muerto y no me atreví a nombrarlo hasta que una colega mía falleció de cáncer. Una mujer super inteligente, alegre, sana. Le dio cáncer y dos años después estaba muerta. Ella tenía 50 y yo 40. Pensé entonces que en 10 años yo podía estar en un ataúd y era profundamente infeliz.

Finalmente me separé y en mi fiesta de cumpleaños número 43 una vecina se coló a mi fiesta. Ella abrió un mundo nuevo para mi cuando me invitó a la primera fiesta separatista en mi vida. Una fiesta sólo de mujeres, lesbianas y feministas. Una de las chicas tomó uno de mis chinos entre sus dedos para halagar mi cabello, bailamos y platicamos, un par de meses después ella me diría que yo le gustaba y ese día me estaba ligando, pero yo no me di cuenta, porque en la vida hetera esos rituales los viví siempre con cierta incomodidad. Me acostumbré a espacios separatistas donde no se esperaba que yo le agradara o sirviera a nadie, pero sobre todo donde me sentía segura. Cuando comencé a salir con una mujer, todavía me pensaba bisexual. Mientras pasaron los meses y mi relación con ella se hacía más profunda y me enteré del concepto de heteropatriarcado y de otros mas que de pronto me explicaron mi vida y todas las violencias vividas, entendí a mi madre, a mi abuela, a mis amigas, compañeras, colegas. Decidí entonces no volver a tener relaciones sexo-afectivas con hombres y en general, dejar de servirles o intentar agradarles. Temí nombrarme lesbiana porque sentí que me apropiaba de un lugar al que llegué muy tarde. Me nombré lesbiana conversa y luego lesbiana política para encontrarme después con todas las discusiones alrededor de ambos términos y sentirme de nuevo indecisa. Lo pensé mucho, repasé mi historia, las violaciones, el acoso, mis miedos, mis silencios, todas esas relaciones sin orgasmos, de sentir siempre que yo nunca era suficientemente bonita o inteligente o simpática todo eso comparado con las horas de ternura, abrazos, besos, risas, la paz de sentirme finalmente yo, satisfecha, amada. Aprender siempre de otras mujeres, valorar todos sus saberes, sentirme escuchada. Así decidí nombrarme lesbiana.

Mi hijo recibió la noticia de tener una madre bisexual y luego lesbiana sin muchos aspavientos. De hecho, se sintió aliviado de que mi pareja no fuera un hombre porque él se imaginaba un sustituto de padre que no quería, ni necesitaba. Usé su caricatura favorita de aquel entonces para decirle que como Rubí y Zafiro a mi también me gustaban las mujeres. Le pareció muy bien y pasó a otro tema como si nada. Después le dijo a su terapeuta que tenía miedo de que los niños de su escuela se burlaran de mi. Y un día, caminando por la calle de la mano de mi novia, se me acercó para decirme que nos estaban viendo otras personas y que podían hacernos daño. Después de tres años de verme caminar de la mano y besarme en público con mi pareja, mi hijo se preocupa menos por nuestra seguridad y yo no me he atrevido a decirle que tiene razón en pensar que hay muchos lugares que no son seguros para las lesbianas.

Mi madre lloró cuando le dije que tenía una relación con una mujer y no entendí muy bien porqué lo hizo. Me dijo que fue una sorpresa aunque estoy segura que mencioné más de una vez delante de ella que me gustaban las mujeres, pero mi mamá es buena para cegarse selectivamente a algunas cosas, un arte que aprendió a dominar después de 30 años de vivir con mi papá. Mi madre me ama mucho así que se esfuerza por aceptarme y actuar natural cuando salimos en compañía de mi pareja mientras se aguanta las ganas de decirme que no le cuente a nadie de su familia que soy lesbiana. En el fondo de su cristiano corazón creo que guarda la esperanza de que yo vuelva a ser hetera y me salve de las llamas del infierno.

En mi trabajo, hay 67 personas contratadas como investigadoras, sólo 8 somos mujeres. En mi departamento soy la única mujer. En otros institutos donde hay física, nosotras somos el 20%, así que la física está dominada por hombres. Me dijeron más de una vez, en forma de halago, que yo era uno de ellos. Hubo un tiempo que así lo sentí y aunque no lo digo con orgullo, fue mi estrategia de sobrevivencia. El otro lugar común en la física son las bromas sobre lesbianas. La lógica va más o menos así, para estudiar física hay que ser muy inteligente, las mujeres inteligentes son feas y las mujeres feas son lesbianas, por lo tanto las mujeres que estudian física son lesbianas. No hace mucho una colega que se cortó el cabello fue llamada “lesbiana”, en forma de burla, por investigadores de su instituto. Alguna vez una amiga lesbiana que fue a la facultad de ciencias me dijo que para ella casi todas en la facultad parecían lesbianas ante la abundancia de camisas a cuadros, cabello corto y/o de colores, botas y pantalones de mezclilla. En ese ambiente, entre prejuicios, estereotipos y discriminación, yo no encajaba en nada, solían decirme, por ejemplo, que yo “no parecía física”. Cuando mis colegas se enteraron que era lesbiana no hubo mayor sorpresa, igual tampoco encajaba en el estereotipo. La cuestión es, si era necesario o no decir que soy lesbiana. Por supuesto mi mamá opina que no, igual que algunos colegas, hombres blancos heterosexuales, que dicen que las personas deben ser juzgadas sólo por sus méritos. Si, ajá.

El 5 de julio se celebra el día LGBT+  STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas). De acuerdo con un estudio publicado el año pasado, las personas de la comunidad LGBT tienen un 7% más de probabilidad de abandonar los estudios STEM que sus pares heterosexuales. Si las mujeres ya somos minoría en la ciencia, las lesbianas estamos aún peor. En mi estadística personal nunca conocí una sola investigadora que fuera lesbiana. En las dinámicas del día a día me pasaban cosas como esta: una estudiante menciona constantemente a su novio, lo presenta con el grupo de trabajo, nos cuenta cuando se va a vivir con él, otro estudiante del grupo jamás habla de su pareja. Entonces yo hablo de mi novia, ella me acompaña a un par de fiestas del trabajo. Un día el estudiante me manda un mensaje, su novio quiere ir a una de mis conferencias y quiere que le diga donde va a ser la próxima. Ahora todas las personas del grupo se sienten cómodas hablando de sus parejas. En la facultad de ciencias, las estudiantes feministas escriben “se va a caer”, arman tendederos de denuncia, crean colectivas para actuar juntas. La lesbiandad para ellas no es el lugar común, ni el insulto, sino la posibilidad de relacionarse entre ellas desde la igualdad y el respeto. Ellas me saben su aliada, nos escuchamos y aprendemos todas.

De vez en cuando recuerdo esos años perdidos en un camino que no era el mio. Hablo de “mi vida hetera” como si fuera un suceso del pasado cuando es más bien un cáncer bajo ataque que no para de reproducirse, porque descubrí después, con mucho dolor por cierto, que dejar la vida hetera era mucho más que vivirme lesbiana, implicaba dejar de lado todo lo que me han enseñado sobre mi deber ser como mujer, la forma en que vivo las relaciones amorosas, todos las cosas que aprendí a llevar en silencio y que hoy deben ser habladas y visibilizadas para que un día ninguna niña ni mujer se vea en la necesidad de refugiarse en el silencio.

domingo, 17 de junio de 2018

Tlalpan


Cuando vamos a bailar al centro de la Ciudad de México, invariablemente tomo la avenida Tlalpan. Mi Papá Abuelito decía que el camino más corto del norte al sur era cruzando el centro y agarrar todo Tlalpan. Se lo dijo a mi mamá un día que ella hablaba de otras opciones para llegar a casa de mi Mamá Lupita en la Avante, saliendo de Tlatelolco. Una vez a la semana recorríamos todo Tlalpan que significa dos cosas para mi, la primera era un cosquilleo irresistible pero pasajero en mi estómago que llegaba en el montículo más pronunciado de la larga avenida. La segunda era el destino al que me llevaba, la casa de mi Mamá Lupita con su sopa de fideo que era mi otro gran placer de niña, junto con las cosquillas en la panza.  Todo eso hasta 1985 cuando agregué una nueva imagen de Tlalpan que se quedó conmigo como la última de aquella travesía del norte al sur de la ciudad y de regreso.

La sopa de fideo era un platillo prohibido para mi madre junto con todas las pastas, demasiados carbohidratos sin nada nutritivo. Yo amaba las pastas y como ella lo sabía un día se le ocurrió hacer un espagueti de col. Me presentó la col cortada en finos y largos trozos semejando al espagueti, pero no lo era. La odié. En mi cumpleaños yo decidía qué comer y ahí sí, podía pedir lasaña o espagueti a la boloñesa, pero una vez al año no era suficiente. Con mi Mamá Lupita, en cambio, había siempre sopa de pasta: estrellitas, letras, coditos… o fideos.  Ella lograba que quedaran casi secos, de manera que yo me evitaba las horas (parecían horas) de cucharear una sopa, cosa que me daba mucha flojera. La salsa de tomate, que hacía mientras cantaba las canciones que transmitían en la estación El Fonógrafo, le quedaba en el punto justo entre la acidez y la dulzura. En la mesa había queso de Chiapas que yo espolvoreaba generosamente sobre mi sopa y luego agregaba una cucharada de crema y aquello era mi placer especial. Uno que tuve que apurar después de que mi Papá Abuelito me regañó porque el fideo o llevaba queso o crema pero no las dos cosas, “¿qué es eso?” me dijo. Así que me encargué de comer rápido antes de que él llegara de trabajar y me viera comiendo aquella deliciosa monstruosidad. Cuando él estaba no había de otra, era queso o crema, pero no los dos.

El 19 de septiembre de 1985 nos mudamos a casa de mi Mamá Lupita. El departamento 909, de la entrada C, del edificio Tamaulipas dejó de ser habitable. Las grietas se extendían de piso a techo y eran más anchas que mis flacos brazos de niña de 13 años. No recuerdo a qué hora llegamos al departamento, la zona ya estaba acordonada porque vivíamos a unos metros del edificio Nuevo Léon. Mi mamá nos dijo que empacáramos uniformes y algo de ropa. Ella recogió documentos e iniciamos el camino hacia el sur. No creo que entonces cruzar el centro haya sido el camino más corto entre el norte y el sur, pero mi memoria borró casi toda esa travesía, excepto tres cosas. Los rostros con miradas perdidas de la gente que caminaba en la calle, el aire de un color gris que no he vuelto a ver ni en los días más contaminados y Tlalpan. Avanzábamos despacio cuando aparecieron los edificios donde trabajaban las costureras y que ahora eran láminas de concreto apiladas una sobre otra entre las que se escurrían telas de colores. Mi memoria se revuelve con todas las historias que luego oí de las costureras y sus condiciones de trabajo.  Aquel 19 de septiembre no hubo cosquilleo en la panza, ni fideos en casa de mi abuelita donde nos quedamos a vivir un par de meses mientras mi mamá buscó otro lugar para la familia.

Regresamos a Tlatelolco sólo para sacar todo lo que había en el departamento. No se cuantos días tomó la mudanza ni a donde fueron a parar nuestras cosas. Sólo recuerdo que sobre Tlalpan el cosquilleo en el estómago fue sustituido por el asombro y la angustia que me provocaban los edificios colapsados, porque las cosas así de sólidas, así de grandes, no deberían caerse nunca. Nos mudamos primero cerca del metro la Raza y luego a Aguascalientes. Ya no era necesario atravesar Tlalpan y allá en Aguascalientes comencé a ayudar con la comida asegurándome que de vez en cuando habría fideos en el menú. Les faltaba el queso de Chiapas y el balance de dulzura y acidez, tal vez, porque hacía falta conjurar una magia especial cantando como lo hacía mi abuelita.

Ahora las pastas son para ocasiones especiales porque en los cuarentas los carbohidratos se acumulan fácilmente como grasa alrededor de mi cintura, pero no hago fideos porque aunque les ponga crema y queso de Chiapas y cante canciones de María Luisa Landín mientras los preparo, nunca saben como los de mi Mamá Lupita. Ya no se reconocer en Tlalpan donde estaban aquellos edificios con todas sus historias. Me quedan los viajes desde el sur al centro donde Gabriela y nuestras amigas nos vamos a bailar de vez en cuando. Sigo el consejo del abuelo de tomar siempre Tlalpan. Justo en la subida de aquella cúspide, respiro profundo y acelero un poco mientras me aferro al volante y veo de reojo a Gabriela que se encoge y justo al mismo tiempo soltamos una risa nerviosa que termina unos segundos después al bajar la cuesta. Aquí adentro, una niña de 13 años celebra con nosotras esa felicidad pasajera.

lunes, 26 de septiembre de 2016

¿Por qué marcho este 24 de abril?


23 de abril del 2016

La primera vez que me violaron tenía como 5 o 6 años. Recuerdo sólo imágenes, y una frase que me dijo el tipo al que le decían “el vago” y que rondaba la colonia Avante donde vivía mi abuelita. La segunda vez fue a los como a los 9 o 10, Javier, estudiante de secundaria y que vivía en el departamento debajo de nosotros en Tlatelolco. De eso recuerdo más cosas. La última vez que lo intentó, yo dije no y mi hermano, menor que yo –y que lo único que entendía es que su hermana tenía miedo y había dicho que no--, se puso frente a mí y le repitió “te dijo que no”. No volvió a intentarlo.
La siguiente vez fue en la prepa, Juan Manuel, el profesor de química a quien yo admiraba. Cuando el tipo estuvo a punto de reprobarme a pesar de que yo era la mejor alumna del grupo, decidí contarle a mis papás. De este y los otros agresores. Mi papá suspiró y me dijo que las niñas de mi edad son como cajitas, aprietas unos cuantos botones y se abren mágicamente. Me miraba a los ojos. Mi mamá lloró. No se habló más del asunto en la casa. Yo seguí viendo al profesor o más bien, huyendo de él en el semestre que me restaba para terminar la preparatoria.
La secundaria 41 en la que yo estaba, éramos sólo mujeres. Yo andaba en metro como muchas otras de mis compañeras. Ellas me recomendaron llevar alfileres en el cuello de la camisa para enterrárselos a las manos extrañas que nos tocaban en el metro. No llevo la cuenta de todas las veces que un hombre me dijo algo en la calle y yo bajé la mirada y caminé más rápido. Ahí, en la secundaria, me enamoré por primera vez de una chica, ella no supo nada. Pasaron casi 30 años para que yo entendiera que la imposición de la heterosexualidad como norma es también una violencia. Mientras tanto viví mi vida como bisexual con parejas masculinas y encuentros ocasionales con mujeres, no lo oculté, pero tampoco me reconocí públicamente como bisexual. Hasta ahora. Yo me expresaba de ellas, las mujeres, como lo haría un macho, mientras aceptaba la violencia psicológica de los hombres a los que amaba. A los 23 me convertí en “la pareja de” y dos años más tarde en su esposa. 20 años después entendí dela esclavitud que implica el amor romántico, esa idea absurda de que “el amor duele” y que yo debía asumir un rol pasivo en la relación. No fui muy exitosa en eso de la pasividad, la verdad. A los 18 años de matrimonio años me separé, hice recuento de todas las violencias vividas, lloré por los años consumidos en ellas y seguí mi camino.
Tuve un hijo. Yo trabajaba y el papá lo cuidaba. Nos dijeron de todo. A los ojos de los demás, él era un mantenido y yo una mala madre. Él disfrutaba de su rol de padre y se dedicaba a ello. Yo descubrí que la maternidad no es mi actividad favorita. Cuando nos separamos, el niño se quedó con su papá. Yo me salí de la casa y aporté mi manutención conforme a lo marca la ley. Tenía entonces una mejor amiga que me reclamó por abandonar a mi hijo, porque sólo se quedaba conmigo dos tardes a la semana y los fines de semana cada 15 días.
Fue mi amiga Karla quien me llevó de la mano hacia el feminismo. Con una paciencia increíble debo decir, porque era yo un macho con vulva, ni más ni menos. Ahí empecé a leer, a ver estadísticas, me puse como decimos entre feministas “las gafas violetas”. Me horrorizó entender que lo que yo viví es la historia de muchas, que todas tenemos una historia de agresión que contar. Día a día leo sobre al menos una agresión más, la joven muerta a puñaladas por su novio, la mujer golpeada por su marido, el hombre que dice que ellos también sufren mucho mientras que en las morgues del país se acumulan nuestros cadáveres, los de nosotras, mujeres, asesinadas por ellos.
Fue apenas hace un año que saboree por primera vez la delicia de los espacios exclusivos para mujeres. Desde entonces los eventos mixtos donde me rodean extraños se sienten agresivos. No pasa nada que no haya vivido antes, te miran de arriba abajo, se acercan a ti, te tocan sin tu permiso. La diferencia está en mí. Ya no lo tolero. Me aparto, reclamo, los miro de frente. Me cansé de ellos, de explicarles y que no muestren una gota de empatía.
Marcho este 24 de abril para sacar a gritos toda la rabia acumulada con cada historia que han compartido conmigo, mis amigas, mi pareja, las mujeres de mi familia, mis alumnas, mis colegas, las conocidas ocasionales. Porque quiero decirles a quienes nos agreden que no voy a tolerar una sola violencia más pero sobre todo, marcho este 24 de abril por la niña que fui y qué he tenido que rescatar y abrazar para que ya no tenga miedo.

sábado, 18 de junio de 2016

Caminar

Nos acompañábamos todos los días. Era una cuadra larga, al lado del antiguo rastro, ahora convertido en un mercado. El camino era sencillo, salir de la primaria, caminar hacia la derecha, en la esquina de nuevo a la derecha y seguir el muro rojo hasta la entrada de la secundaria donde trabajaba mi mamá.

No recuerdo hacia donde iba él. Ni su nombre. Era delgado y moreno, de mi estatura. Tendríamos 8 años. Me acompañaba cada día en esa caminata de 10 minutos, tal vez menos. Todos los dias hasta esa ocasión ¿que pasó? ¿nos peleamos? ¿se negó? No lo recuerdo. Sólo se que comencé a caminar despacio, con los ojos llorosos. No quería caminar sola. Mi miedo se sentía primitivo, como el miedo a pisar una cucaracha enorme, de esas que truenan. Una siente que debe hacerlo, pero el crujido final resulta un pensamiento aterrador, paralizante. Me aferré a mi mochila hasta llegar al muro rojo. Me concentré en los ladrillos de esa pared familiar, apuré el paso pero el camino se sintió mas largo que nunca.

Caminé a solas muchas veces más. Como en carrera de obstáculos, en cámara lenta, cerrando los oidos, esquivando manos y cuerpos ajenos. Y he llegado, siempre, aunque es otra la que llega en realidad.  Me preguntan si me gusta caminar. No, no me gusta.

miércoles, 25 de mayo de 2016

La intrusa

La denunciaron el ruido de las ollas. Entre sueños agudicé el oido. Alguien estaba en la casa. Miré a mi lado donde mi mamá seguía profundamente dormida.  Me levanté despacio y caminé descalza revisando con la mirada el pasillo, la recámara contigua, la sala. Desde ahí la vi sobre la estufa, una ardilla negra husmeaba entre un par de trastos que había dejado la noche anterior. La miré de lejos para no perturbarla pensando qué haría para sacarla de mi casa.

Podría dejarla en paz si fuera como esas arañas de patas delgadas y largas que se quedan en su rincón y atrapan moscas. El resto de las arañas no corren con tanta suerte, tampoco los escorpiones, moscas y cucarachas. A las abejas, en cambio, puedo llevarlas hasta la ventana, donde confío volarán a un sitio más apropiado para ellas. Y luego están los bichos raros. Una vez encontré un insecto verde brillante del tamaño de la palma de mi mano. Estaba en el patio de lavado. Muy grande para un zapato, muy lindo y especial para que su vida acabara ahí. Logré ponerlo en un vaso y echarlo por la ventana al jardín del edificio. Entonces vivía en un primer piso y era fácil. Una ardilla era algo más complicado, en especial cuando estás en el quinto piso y no puedes simplemente empujarla hasta la ventana. Podría, claro, pero pensé que había alguna otra solución sencilla en la que la ardilla sobreviviera y yo no corriera el riesgo de ser mordida. Las ardillas suelen ser salvajes cuando se trata de defender su comida. Muy comprensible.

Regresé a la recámara para contarle a mi mamá sobre la ardilla en la cocina. Tal vez ella tendría una buena idea. Pero seguía dormida y no me atreví a despertarla. Oí mas ruidos en la cocina ¿o eran en el patio de lavado? Regresé despacio pensando que tal vez una cubeta serviría para atraparla. Ya no estaba sobre la estufa. Recorrí con la mirada toda la cocina, bajo el desayunador, en la alacena, en el fregadero. La ardilla no estaba. Vi abierta la puerta que da hacia el patio de lavado, me asomé. Otra vez los ruidos. Parecía rascar algo cerca de las ranuras del patio que dan hacia el departamento contiguo. Cerré la puerta del patio con seguro. Los ruidos cesaron un par de minutos más tarde. Imaginé la cara de mi vecina --que ameniza mis mañanas de los sábados con música horripilante-- encontrando a la ardilla. Regresé a la cama donde mi mamá salía lentamete de su sueño. ¿Qué pasó hija? me preguntó. Mientras me acomodaba entre las sábanas le respondí: Creí oir ruidos pero no era nada. Y me entregué al sueño interrumpido.