Efecto Casimir

Convencido de que el principio de todo estaba en la nada, mi padre eligió el nombre de Nada para su primogénita. Yo escogí Antígona. Luego tuve que elegir entre la literatura y la ciencia. Opté por la ciencia, aunque no realmente. No dejé de leer ni de escribir, cuentos y poesía, al menos por un tiempo. La ciencia me absorbió y dejé de escribir, luego de leer. Encontré un refugio en la divulgación de la ciencia, podía seguir leyendo y escibiendo sin traicionar esa elección que requería todo mi esfuerzo.

Ya con un trabajo como científica me convertí en malabarista. Intenté conservar mis pasiones, mis amistades, el baile, la divulgación de la ciencia, la literatura y sobre todo eso cumplir como madre. Fui torpe y renuncié. Me volví monótona pero no por ello más productiva. A mediados del 2013 una decisión cambió mi vida. Día a día comencé a sentirme viva de nuevo. Volví entonces a la literatura, al baile, a mis amigos. Rescaté retazos de textos, narré historias de orquídeas y trenes. Esta vez sin malabares y sin renuncias absolutas. Tomar decisiones, resolver lo urgente, adelantar lo necesario y conservar espacios para mis pasiones.

Entre todos las cosas variables, me aferro a las constantes. Escribo porque no puedo evitarlo. Hoy decidí compartirlo (gracias Susi por darme el empujón final). Los primeros posts serán una ensalada de mi pasado y presente. Las fechas de los escritos del pasado son cosas borrosas. Soy mala para eso. Se que hace 65 millones de años se extinguieron los dinosaurios, la Tierra se formó hace 4 mil quinientos millones de años y el Sol hace 5 mil millones. Mi doctorado lo obtuve en... tengo que revisar mi CV.

El título de este blog honra mi dualidad inevitable: ciencia y literatura. Aprendí del efecto Casimir en la licenciatura y se quedó en la memoria como una de esas muchas curiosidades de la mecánica cuántica hasta que alguien combinó su tema de tesis de licenciatura con el nombre que mi papá eligió para mi. Fue una broma tan bien construida que me siguió hasta la desvelada del año nuevo en la que buscaba un nombre para un blog, para los escritos de Nada para Nada.

domingo, 22 de junio de 2014

Amor, amor

Llévame en tus brazos, cuesta arriba, hasta el fondo, mientras mis lágrimas llenan tus pulmones.  Llega hasta mi corazón sitiado por seres mitológicos que comerán a pedazos tu cuerpo para entregarme tus visceras.

Seré brasas y púas cuando me abraces. Si intentas alejarte, te perseguirán mis lamentos reclamando tu promesa de quererme siempre, de no irte jamás. Y no te agradeceré nada. Si acaso, tomaré tus mejillas mientras bebes la sangre de mi herida abierta.

Al final, cuando  haya muerto por completo, te regalaré mi cadáver con una cadena para colgártelo al cuello. Para que recuerdes siempre a la que amaste tanto.

domingo, 13 de abril de 2014

Carta a Penélope

A mis amigas y a las que no lo son. 


No me mires así, Penélope. Debo irme, me cansé de esperar, tejer y destejer fantasías. Llenamos sus manos con ternura, sus labios de amor, sus ojos de sueños. Lo que debimos decir es un nudo en la garganta que podemos entregar al viento, da lo mismo. Nuestras palabras, dulces y amargas, se han se han borrado en su memoria. Y si nos recuerdan, y si regresan, serán diferentes, seremos otras. ¿Qué amaremos de esos extraños?

Y qué si son héroes, Penélope, si mataron a la Quimera o al Minotauro, si ganaron batallas y cruzaron mares plagados de sirenas.  ¿Por qué nuestra gloria está en la espera? Podríamos cazar con ellos, guiar flotas enteras en batallas memorables. Si tuvieran el valor, se quedarían a construir los sueños que se pierden hilo a hilo en nuestras manos.

Háblame de la herida Penélope, del abismo de dolor que ha creado su ausencia, yo entiendo. Allí donde Pandora guardó la esperanza, pongamos el resto, el amor compartido, las risas, las caricias. Cerremos la caja, veamos el amanecer.

Hay tanto qué hacer, Penélope. Visitar a Medusa, mirarla a los ojos y decirle que la vemos con toda su belleza, la de antes del ultraje, la humillación y la condena. Cantar con las sirenas, rescatar a Eurídice del Hades, defender a Antígona enjuiciada, crear enigmas con la Esfinge.

Casandra predijo  este destino solitario, pero nada sabe ella de futuros felices. De haberla escuchado caminaríamos  a su lado,  librándola  de su maldición y a nosotras de esta espera inútil.

Toma mi mano Penélope, enfrentemos a cada pretendiente con un “no” que resuene en el Olimpo. Ya habrá tiempo de elegir sin miedo. Por ahora, construyamos imperios con la tenacidad con la que tejimos esperanzas. Nuestras hijas cantarán esas hazañas, verán otro mundo, Penélope. Caminemos juntas.

viernes, 4 de abril de 2014

Del dolor al olvido

(mediados del 2011)

Te recuerdo
desde este dolor
y esta noche
que ya no es nuestra.

Tu caricia blanca
asaltando la cúspide
de mi horizonte.

El filo de tus manos
aferrándose a mi abismo.

La luz
detrás de mis ojos cerrados.

El latido
la marca de tu locura pasajera
en la rendición final.

Te recuerdo
ahogando otro dolor.

El miedo absurdo
conduciendo tus pasos
hasta donde no puedo alcanzarte.

La duda
persiguiendo tu silencio

Mi piel
ardiendo desde el estómago.

Mis ojos
líquidos de insomnio
soñando la huella de tu cuerpo.

Te recuerdo
desde cada cicatriz
y cada herida abierta
para olvidarte.

domingo, 30 de marzo de 2014

Dany

Vamos muriendo cada día o vivimos hasta que nos sorprende la muerte. A Dany no lo sorprendió, se supo mortal a la edad en que la muerte sólo existe como algo lejano que le pasa a los viejos. Para los que lo quisimos tanto Dany se fue demasiado pronto, no importa si fue ayer o en 10 años, su ausencia final siempre nos habría parecido anticipada e injusta.
Dany eligió vivir cada día, a veces con una fuerza que el médico no podía comprender, a veces dominado por la fragilidad de su cuerpo que iba limitando su andar y su corazón. Tuvo 23 años para entregarse, irnos dejando pedacitos de vida, ternura, amor. No hubo nadie que se salvara, bastaba hablar una vez con él para caer en su sensibilidad, ese abismo tibio en el que uno deseaba vivir atrapado. Los corazones más duros se derritieron con su presencia, se quebraron en su ausencia. Los más sensibles se reconocieron en él. Creyentes y ateos, pedimos un milagro que nos permitiera disfrutarlo siempre.
Lo amamos todos. 
  
Tuvo días felices, días de dudas y miedo, días de enojo, pero siempre envuelto de nobleza y ternura. A pesar de esta ciudad, que era la más cruel pista de obstáculos, entre tanta gente mezquina que pretendió insultarlo, de lo injusto de su destino, jamás hubo en él una gota de amargura. 

Llegó el día de resignarnos a tu ausencia, Dany. No pude llorar durante horas. Vi llorar a tu madre, mi mejor amiga, la que me dio el privilegio de conocerte cuando tenías como 5 años. Vi a tu padre agobiado ante el peso de tanto dolor, vi llorar a tus amigos y a las mujeres que te quisieron. Ante tu cuerpo desfilaron tus amigos, hablaron de sus aventuras contigo, de cómo aprendieron de tu lucha constante, de esa fragilidad que emanaba tanta fuerza. Hubo música, tal como lo pediste. Oímos una y otra vez una canción interpretada por tu voz, esa voz irremplazable no sólo por su tono sino porque llevaba la fuerza vital que te dio la certeza de la muerte. Coreamos con Miguel Ríos, “A todo pulmón” y luego con Pink Floyd, “Wish you were here”. Cumplimos todos tus deseos, excepto no llorar. 


Yo lloré más tarde, en el amanecer después de tu partida. Durante años he visto irse a seres queridos, pero es tu muerte la que me regala lo inaprensible del sinsentido de la vida. Hay tantas cosas que simplemente son, más allá de nuestro control y nuestros deseos, y uno se esfuerza por darles sentido, por explicarlas y comprenderlas. Pero ni el médico más brillante pudo entender porque rechazaste el nuevo corazón que latía en tu pecho, después de uno de tantos trasplantes que había hecho de forma casi rutinaria, con éxito siempre. Ni tu familia puede comprender porqué naciste con distrofia muscular, porque más allá de la explicación de la ciencia siempre les parecerá la más absurda de las injusticias. 


En esa hora, cuando amanecimos sin ti, con tu cadáver a cuestas, acepté tu ausencia. Llené mi alma con la certeza de que no hay propósito en el azar que domina las vidas humanas, dejé de buscar explicaciones que al final nunca serán suficientes. Acepté, casi sin darme cuenta, el regalo que me dio la grandeza del valor de tu espíritu de niño. Lloré entonces, sin rabia. Miré a tus padres a los ojos y les agradecí tu existencia, di las gracias por la fortuna de conocerte, por las canciones, las preguntas, las risas compartidas. Agradecí tu entrega sin miedo, a pesar de conocer la miseria de la que somos capaces los seres humanos, como si en el fondo tuvieras la convicción de que todos éramos buenos. Agradecí me quisieras tanto.
 

Lo más difícil ahora, Dany, será vivir a la altura de tu presencia. Abrazar tu recuerdo sin mancharlo de amargura por las cosas que no serán. Sentir el día soleado, tibio, pintado de jacarandas, ver a las personas hablar, reír, sin pensar que no es justo que el mundo siga su marcha sin ti.

Guardo el regalo de tu vida en mi corazón, Dany, para seguir viviendo y amando, sin esperar que lo haré como tú, pero contagiada por tu ternura y tu nobleza, agradeciendo por habernos encontrado. 

sábado, 22 de marzo de 2014

El nacimiento de la orquídea

(2 de septiembre de 2013)
Una mirada la sacó de su sueño. Huyó sorprendida, escondiéndose detrás de sus párpados. Siguió caminando. El sueño no regresó, la inundó el ruido de la calle, las miradas que salpicaron la suya, la sensación de caminar erguida. Se encontró sonriendo, inevitablemente. Dejó atrás la precaución de ocultar sus ojos y su sonrisa.

Luego fueron las llaves abriendo la puerta, el leve chasquido del apagador, el ritmo de sus pisadas hasta el cuarto. Olvidó planear lo que haría hasta el momento de dormir. Dejó caer la ropa y los zapatos, sólo para cubrirse de nuevo con un vestido que resbaló sobre sus hombros. Debajo de él se sabía desnuda, igual que sus pies que tocaron el piso en silencio, recordándole que seguía atada a la Tierra.

Allá en la cocina, el cuchillo cortando la cebolla adquirió ritmo propio mientras la punta de su lengua saboreaba la humedad involuntaria que resbalaba de sus ojos a sus labios. El aceite tronó abrazando la cebolla. La cocina se inundó de olores. Miró la silla vacía frente a ella, regresó al sueño mientras su boca le hablaba de sal y especias. Bebió el vino esperando ese ligero mareo que le permitiera viajar en el tiempo. Necesitó algunos tragos más para llegar a ese punto en el que sentada en ese mismo lugar, del otro lado, una voz comenzaba el sueño. Extrajo de su memoria trozos de la conversación, repasó las sonrisas, las preguntas. Sin pensarlo, sus pasos la llevaron a la regadera.

Salió del sueño por un momento para concentrarse en la temperatura del agua hasta replicar la tibieza de aquellas manos que ahora estaban tan lejos. Aceptó la caricia del jabón como la única posible y regresó a su sueño. Desde la imposibilidad de repasar cada detalle, nació una suave angustia. El viaje en el tiempo se interrumpía en cada hueco de la memoria y había que hilarlo con el siguiente recuerdo disponible.

Ya inmóvil sobre su cama, regresó en el tiempo, un poco más atrás, hasta la primera vez que sus manos se tocaron y casi por accidente quedaron entrelazadas. Sorprendentemente la voz de él continuó, como si esa mano no le perteneciera. El silencio tardó en llegar mientras ella se esforzaba en ocultar su rostro donde los labios temblaban. Se aferró a esa mano con la esperanza de apagar el temblor, pero sólo consiguió llevarlo hasta el centro de su pecho.
Entonces fue el silencio, una mano sobre su mejilla le supo a promesa que unos segundos después fue rota por esos labios que estaban demasiado lejos. ¿En qué piensas? preguntaron. Se esforzó por responder, por mirar sus ojos. Deseó que el silencio fuera la respuesta correcta, pero él seguía esperando a veinte centímetros que parecían un océano.

Tuvo que decir algo y desde el fondo de su memoria, su voz la regresó al presente. Sonaba tan absurda ahora. Repasó el recuerdo suplantando frases y terminó convencida de que lo mejor habría sido no decir nada. Decidió entonces cambiar el pasado, saltar desde el primer silencio hasta el momento en que cruzaron el océano. Repasó la travesía hasta encontrar el segundo preciso donde los labios se tocaron por primera vez. Intentó seguir la madeja de sensaciones enredadas en el recuerdo. Las manos que apretaban su espalda, los labios que no podía dejar de besar, el peso de su cuerpo, las piernas que se enredaron entre las suyas.

Confundida entre el antes y el después, la causalidad se volvió absurda. Se perdió en el tiempo y buscando hilar de nuevo la historia, se descubrió rodeada de ternura. Cada movimiento, cada beso era llevado por esa sensación de haberse convertido en algo frágil, una orquídea trasplantada con pasión y delicadeza. Y entonces ya no importó si viajaba al pasado o al presente. Armar la historia en el orden correcto se volvió irrelevante. Saltó de un recuerdo a otro hasta que sintió haberlo repasado todo, desde el cruce del océano hasta la llegada al puerto llevados por una sonrisa que brincó desde ella hasta él.

El sueño se mezcló con ese otro que devora las horas y las devuelve como segundos. El sol y ella despertaron detrás de las nubes. Con el sol aún escondido en su capullo gris, la habitación se llenó de luz. Ella, salida del sueño como mujer orquídea tenía ternura para brillar por mucho tiempo. 

miércoles, 19 de marzo de 2014

Después del asalto


Una noche antes habían asaltado a mi amiga, la que vivía en el piso de arriba. A punta de pistola les quitaron el carro, a ella y a su novio. Lo habían sacado dos días antes de la agencia. Nuevecito. Mi novio y yo nos ofrecimos a ayudarles, llevarlos a la delegación o algo, dijeron que si, pero al final se fueron solos. En el ministerio público los maltrataron y a la semana siguiente se habían mudado. Nosotros teníamos fiesta la noche siguiente del asalto pero a nuestro carro nunca le había hecho caso ladrón alguno. Yo odiaba ese auto, no era ni grande ni pequeño. Por dentro daba la sensación de ser un carro casi de lujo con asientos amplios y automático, mi novio amaba eso. Así que igual, con todo y el susto que le habían metido a mi amiga, nos fuimos de fiesta.
Mi novio era de esos que tomaban y podía perderse. Yo nunca le contaba los tragos, no era necesario, sólo lo veía transformarse poco a poco, pedir cada vez más atención, con su voz profunda y una anécdota, que por supuesto era la única que valía la pena ser escuchada. Me las sabía todas, aunque siempre cambiaba algo, casi nunca importaba, excepto cuando hablaba de cosas que nos habían pasado juntos. A veces, eso si me enojaba, pero me quedaba callada, hacer escenas en público no era lo mío. Mi papá no tomaba, nunca. Si le insistían él decía que era diabético, entonces le ofrecían algo que el anfitrión creía que no era malo para su condición. En ocasiones mi papá aceptaba y el trago se quedaba ahí, intacto. No era de los que le gustara dar explicaciones, pero a nosotros, acá en familia, como parte de la educación que debía darnos, nos contaba de cuando sus compañeros de trabajo se emborrachaban. No soportaba como se perdían y es que el control sobre uno mismo era importante, lo más importante. Uno podía sobreponerse a todo, el dolor, las desveladas, el hambre, el miedo, todo, siempre y cuando uno tuviera el control de si mismo. Así que no bebía y tampoco dormía porque entonces, dormido, su autocontrol lo abandonaba. Argumentaba que la mente era poderosa, aunque en realidad su cuerpo vencía en algún momento y al final ese abandono, el del sueño, le ganaba siempre.
Mi papá no tomaba nunca y yo jamás conviví con un borracho. Eso si, mi mamá no se libraba de las vergüenzas públicas. Mi papá dejando con la mano estirada a alguien que lo saludaba amablemente, contestando con monosílabos a quien trataba de conversar con él o sonándose la nariz escandalosamente, en medio de un restaurante, con el paliacate que siempre llevaba consigo. Mi mamá solía no decir nada o casi nada. Apretaba la quijada y se guardaba el rencor hasta que le salía con alguien más, en un comentario certero, hiriente. Una frase de ella podía ser mortífera. Pero no eran nunca contra él, su rebeldía era la desobediencia activa, hacer cosas que mi papá no quería que hiciera. A veces, él no se enteraba, pero supongo que mi mamá lo saboreaba igual, sin saberlo.
La noche después del asalto a mi amiga, nos fuimos de fiesta y mi novio se emborrachó. Tuve que manejar de regreso a la casa, en ese carro que odiaba. Tardé como diez minutos en estacionarlo porque nunca podía calcular si ya estaba a buena distancia de la banqueta y si le iba a pegar a los otros carros. Parecía tan grande por dentro, pero por fuera, no lo era en realidad. En esos diez minutos él vigilaba que no hubiera asaltantes. Estaba enojado y recordaba el asalto de la noche anterior y lo que nos contó mi amiga que había pasado en el ministerio público. Y por supuesto, tenía que hacer algo, porque él odiaba las injusticias. Si un carro se le metía a la brava en medio del tráfico, él hacía lo mismo. Había que educar a la gente para que se portara con algo de civilidad. Así que se le metía enfrente una y otra vez, frenando bruscamente, para que el otro conductor aprendiera su lección. Reclamaba todo, el empujón en el autobús, la falta de cambio en el súper, todas las cosas injustas con las que el resto del mundo había decidido fastidiarlo.
La noche de la fiesta estaba enojado. El asalto no era una injusticia que pudiera reparar así nada más. Llegando al departamento buscó su pistola, una muy linda que su papá le había regalado. Intenté distraerlo sin éxito, finalmente la encontró y abrió la ventana. Me dijo que estaba seguro que los asaltantes estaban ahí, yo pregunté desesperada qué pensaba hacer. Voy a matarlos contestó. Mi papá usaba pistola, por su trabajo. Me enseñó a cargarla, a quitar el seguro y a disparar. Nunca me dieron miedo, excepto esa vez que jugué con mi hermano a ponernos el arma de mi papá en la cabeza y apretar el gatillo. Estaba descargada pero igual, tuve miedo.
Esa noche, la de la fiesta, volví a tener miedo. Pero no era por la pistola. Mi novio esperaba en la ventana para matar a alguien. Una sombra cruzó a una cuadra de distancia y el exclamó, mira, ahí va el asaltante. Yo exponía argumentos, esto no vale la pena, cómo sabes que esa persona es un ladrón, te vas a ir a la cárcel y para qué. Tenía miedo de perderlo. Intentó estirar el brazo para apuntar, tal como lo habían entrenado. Le pedí que me devolviera el arma. Se negó y yo insistí mientras resbalaba mi mano por su brazo. Supliqué, ya con mi mano sobre la suya que apretaba la empuñadura de la pistola. No cedió, tomé el arma por el cañón y lo dirigí hacia mi. Se desplomó vencido, llorando. El arma quedó en mis manos, la devolví a su estuche y regresé a abrazarlo. Lloramos juntos hasta que dejé de sentir el latido de mi corazón. Llevé a mi novio a la cama y lo vi quedarse dormido. Me recosté a su lado, luchando contra el sueño mientras trataba de calmar un dolor indefinido, una astilla helada en algún punto, muy adentro de mi.
Un año después mi novio y yo nos casamos. Un amor para siempre, como el de mis padres.

martes, 18 de marzo de 2014

Diario del olvido. Día 4

Mis amigas me reconfortan con historias de amor. Aquel que comenzó con una mirada entre dos extraños de continentes distintos y que se hizo cierto entre conversaciones que saltaron un océano. Otro más, tan intenso, un tsunami que se detuvo mar adentro con una despedida inevitable y fue entonces cuando ella encontró a otro, a su gran amor, el que se quedó para siempre. Sus historias tienen finales felices. No como los finales que yo conozco, los míos. La despedida planeada que llegó sin llanto. La otra, la del corazón roto que abría el pecho para reclamarme cada beso, cada segundo invertido en una fantasía absurda. La última, la del amor que se fue deshilando gastado de rutina, el retrato perfecto en el que nos volvíamos viejos juntos, desgastado entre nuestras manos aburridas, cansadas.

Me cuentan historias, me dan esperanzas, llegará alguien más. Listan tus defectos, a veces callo, a veces coincido, a veces agrego uno más. Pero no es suficiente, abrazo tu recuerdo, el de un amor que no fue, la despedida que no llegó. Son las posibilidades rotas por tu silencio, todo lo que caminaste hacia mi, conmigo mientras que en realidad huías, eso, es lo que duele.

domingo, 2 de marzo de 2014

Infinito

Mi hijo y yo no siempre hemos sido cercanos. Se acostumbró a los brazos de su padre y muy pronto aprendió a llamarlo. No fue así conmigo. Por más que insistíamos el bebé no decía mamá. Yo solía mirarlo a los ojos para decirle despacio "mmaaa-mmmaaaá", su repuesta era "no". Un día, cuando él tenía un año y tres meses, yo dije "ma-má" y el contestó, imitando mi entoncación, "pa-pá". Entonces me rendí. Y no es que yo fuera una madre poco cariñosa, al contrario, podría decirse que era incluso encimosa. Me gustaba abrazar a mi bebé y llenarlo de besos en la redondez perfecta de sus mejillas.

Cuando comenzó a quejarse de mi cariñoso comportamiento, entonces, respetuosamente, le preguntaba ¿cuántos besos quieres? solía contestar "ninguno". Aún así no podía evitarme, yo le explicaba, si tuve a un hijo fue para darle besitos. Luego se volvió un juego, yo le decía, hoy no quiero ni un beso ¿eh? y él de inmediato se lanzaba sobre mi y yo hacía como que no me gustaba nada mientras lo abrazaba fuerte y le devolvía cada beso recibido. Un día, en vez de contestar que no quería ningún beso dijo que quería exactamente cero besos. Yo insistía ¿seguro? ¿no será que quieres 2 o 10? No mamá, cero.

Mi hijo y yo nos encontramos en la ciencia, me acompaña a cada evento en el que participo y no pierdo la oportunidad de hablarle de planetas y estrellas. Su capacidad para entender conceptos abstractos, me sorprende siempre. El proceso de la suma lo dedujo a los 4 años cuando se dio cuenta que si juntaba uno y uno, eran dos. Un día quise impresionarlo con la banda de Moebius y cuando le dije, a ver cuántas bandas obtengo si la corto a la mitad, contestó, casi aburrido, pues una mamá. Luego fue la notación científica y el infinito. Fue entonces cuando resolvió el problema de la mamá encimosa. Yo pregunté ¿cuántos besos quieres? y el dijo, infinito. No me quedó más que sonreir y abrazarlo, tuvo que conformarse con un beso en cada mejilla. Hay límites, incluso para una madre.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Diario del olvido. Día 20.

No intento olvidarte y sin embargo, no recuerdo tu voz. Quedaron sólo unas cuantas frases. Una que me hizo reir, otra implacable que me enfrentó al pasado, algunas más con las que inundo mi cabeza en los días tristes, esas que entre detalles, risas y abrazos me condujeron a este camino. Las que sin que lo pidieras me hicieron seguirte, ciega, drogada por un sueño imposible. Puedo verte, aún cuando estaba oscuro, "me encantas" dijiste mientras salías a flote después de perderte en el océano. Entonces puedo recordar tu voz, aunque a veces me pregunto si no es un eco que rebota en esta cabeza absurda que te piensa demasiado. Tengo miedo ahora, de olvidarte.

Diario del olvido. Día 10.

Son las cosas que jamás hicimos las que más añoro. Caminar de la mano inundados por el brillo del día,  verde y murmullos. Seguirte por un día entero, desde tu sonrisa al amanecer, prepararnos para no despedirnos, aprenderte. Inventar un nuevo platillo juntos, sin duda lo mejor que jamás haya comido, compartirlo entre vino y sueños. Recorrer calles desconocidas y observarte hasta descubrir la forma en la que atrapas la belleza de las cosas simples. Besar la curva de tu barbilla, seguir por tu cuello hasta tu hombro. Bailar despacio esta canción que no he dejado de oir desde tu ausencia. Saber que me quieres a tu lado, aún en los días más difíciles. Elegir una película, un concierto, una exposición, nuestro futuro. Abandonarnos al azar, sorprendernos. Contemplarte en silencio, mientras te sumerges en mundos a los que no puedo seguirte. Enseñarte a llevarme hasta ese lugar donde sólo hay presente, donde por segundos, el amor es eterno. Saberte aquí, a mi lado, aún en tu no estar.

martes, 18 de febrero de 2014

Diario del olvido. Día 3

Hoy he decidido extrañar algo mas. La mano de mi abuela en mi cabeza. La primera vez que me sentí fantástica en un vestido rojo, tenía 7, era el cumpleaños de mi hermano. El beso a escondidas con sabor a mandarina cuando tenía 12 años. La mirada orgullosa de mi padre impresionado por lo que yo creía simple y lógico. Cuando pensé que el amor sería para siempre a los 23, cuando me sentí tan comprendida, tan única. El capítulo 7 de Rayuela y esa voz que me dijo "más despacio". Aquel regalo especial para mis 30, mis amigos construyendo un sueño. Enloquecer con ese olor imperceptible, capaz de hacer desaparecer el dolor más profundo, el que jamás se ha ido. Romper la ley de la gravedad con un bolero. El encuentro perfecto, sin expectativas, sin nada más que el estar y sin embargo saber que estaría por siempre, dos horas, 12 años. El rubor de esa amiga que ha sido todo, sueño y pesadilla. Dar luz a la ternura y luego verla crecer  más allá de mi. Dejarme llevar, romper conmigo misma y reencontrarme. Todas las risas compartidas. Reconocerme en aquellos que comparten mi sangre, pertenecer. Cada persona que me ha querido, incluso los que perdí, no importa si fue mi necedad o el azar.
Eso debe ser suficiente, al menos por hoy, para no pensar en ti.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Diario del olvido. Día 2.

El día conspira en mi contra. El sol es un círculo perfecto sobre un azul plano y limpio. Imagino una enorme cara feliz burlándose de mi desde allá arriba, la miro con desprecio. Luego seguir el ritual ¿cómo estás? bien, gracias ¿y tú? Es lo que hay que decir, ni siquiera yo, que estudié física y me apasionan los museos y la ciencia ficción, me atrevería a romper la regla y decir la verdad. Me siento terrible y todo lo que quiero es meterme en mi cama y llorar. Alguien más observador, con habilidades sociales peores que las mías, me dice que me veo cansada. Debo decidir si tengo dolor de cabeza o catarro. Viene entonces el conocido sermón ¿tomaste algo? descansa que te mejores gracias. Pienso en lo que me diría si respondiera me enamoré se terminó y lo extraño, mucho. Imagino su incomodidad, su esfuerzo por decir algo sensible, el silencio mientras busca una frase hecha que suene adecuada así es la vida ya pasará. Esbozo una mueca de malicia que mi interlocutor confunde con una sonrisa amable. La tristeza no es algo que uno ande exhibiendo. Es de mala educación, supongo, como si nadie supiera lo que es estar triste. Absurdo.


lunes, 10 de febrero de 2014

Diario del olvido. Día 1

Repaso las cosas que puedo hacer mientras lloro. Lavar ropa, limpiar la casa. Hay un límite borroso arriba de mi cama, hipnótico. Me siento en el borde. Duele el piso en mis plantas y tu nombre en mi cabeza. Te repaso al azar, del primer beso al último. Sólo tengo que dar un paso, luego el que sigue.

Más allá de la ventana hay un colibrí. Me concentro en sus alas invisibles. Recuerdo un poema sobre una ciudad donde hay pájaros. Pienso en lo que dirías, en el sinsentido de extrañarte, de llorar, en lo inevitable.

El día transcurre lento entre el ritmo mecánico de la lavadora, el chorro del agua, mis manos húmedas. Cuento las horas para regresar a la cama, a tu fantasma, al sueño.

La música me lleva siempre al mismo lugar.  Evito lo evidente, la canción que cantamos juntos, la música de fondo en nuestra primera cita.  Pero igual te encuentro. Pienso que te reirías de esa canción absurdamente trágica, que esta otra te describe tan bien y la que sigue habla de cómo te extraño.

Debo ensayar mi acto de mañana. Llorar sin lágrimas. Será otro día interminable.

miércoles, 15 de enero de 2014

Anécdota sobre la puntualidad alemana (VIII y IX)

VIII
Por fin, mi asiento. Quitarme la chamarra, la gorra, los guantes, dormir. Caigo profundamente, me despierto a las 8 pm y luego antes de las 9. Si todo va bien a las 9:49 pm estaré en Frankfurt donde tomaré el trecer tren de la noche y que sale a las 9:53 pm. Noto que los andenes de llegada y salida son 4 y 5, guardo la esperanza de que el proceso sea el mismo, cruzar el andén para encontrarme con mi siguiente tren del otro lado. Necesito mantenerme despierta, leo. Llego a Frankfurt, del otro lado espera el siguiente tren. Bien por la puntualidad alemana.

IX
Sólo dos trenes más. En Frankurt tomo el tren a Mannhein y de ahi otro tren a Heidelberg. Último reto, pasar del anden 4 al 9 entre las 10:24 pm y las 10:37 pm. Avisan la siguiente estación. Gorro, guantes, bufanda, computadora, maleta. Listo. Camino tan rápido como mi maleta con rueditas me lo permite. Hay que bajar al pasillo que conecta los andenes y subir de nuevo en el andén correcto. Bajo escaleras, camino, tomo el elevador. Se siente lentísimo. Ahi está el tren rojo, él último. 10:53 pm, estoy en Heidelberg.

martes, 14 de enero de 2014

Anécdota sobre la puntualidad alemana (VI-VII)

VI
Estoy en el tren. Mi parada es la que sigue y trato de mantener en mi memoria los datos del próximo tren. Segun mi itinerario llegaré al andén 3 y debo ir al 2. Mi vagón y lugar están indicados en el mismo boleto. Llegamos justo a tiempo y tengo 6 minutos para llegar a otro tren, que, oh maravilla, sale de ese mismo andén sólo que en las vías del otro lado. Primer trasbordo, listo. En este tren tengo casi 3 horas, puedo dormir (lo necesito de verdad). Busco mi vagón caminando entre estrechos pasillos, sin éxito. Pregunto a un hombre que es el vivo retrato de Santa Claus y que porta uniforme de Bahn (la línea de tren alemana). Le muestro mi boleto y el me explica en alemán. Creo entender que no puedo llegar a mi asiento pero prefiero preguntar si sabe inglés. No sabe. Saca una libreta y me hace un dibujo. Un tren pegado a otro tren. Ok. No hay forma de pasar de uno a otro pero van juntos. En un tren están los vagones 21 a 27 y en el otro del 31 al 37. Yo estoy en los veinte y debo pasar a los treintas. No he podido quitarme la chamarra y la gorra. Muero de calor.

VII
En el tren correcto pero sin poder llegar a mi asiento. Hasta la siguiente parada. Me siento en el restaurante del tren y tomo una cerveza (al pueblo que fueres haz lo que vieres). La siguiente parada es unos minutos más tarde. Apuro mi cerveza, bajo. El tren es larguísimo y apenas puedo avanzar dos vagones. Temo que me deje y subo de nuevo. Esta vez me aseguro de ir hasta el extremo del tren. Ya ahi me reencuentro con Santa Claus que con señas me indica que en la siguiente parada baje y vuelva a subir. hace las señas varias veces asegurándose que yo entiendo. Me siento en el suelo al lado de mi maleta. Minutos más tarde, Santa Claus regresa con un maletín y se para en la puerta, llegando a la estación me hace una seña para que me acerque, toma mi maleta y me lleva hasta la puerta del vagón donde me espera mi asiento. Agradezco en alemán. Muchas veces.

domingo, 12 de enero de 2014

Anécdota sobre la puntualidad alemana (III-V)

III
Bajo las escaleras, supongo que claramente consternada. Un hombre me saluda en inglés, dice hola y pregunta si necesito ayuda. Yo contesto que acabo de perder el tren. Él me dice que debo ir a la caseta de información. Me guía. En el camino me pregunta qué pasó. Le cuento de los trenes retrasados. Llegamos a la caseta de información y él explica en alemán lo que me sucedió. Una enorme alemana detrás del mostrador revisa detalles en la computadora y bromea con él (supongo, porque ambos ríen), luego le pone un sello a mi boleto. Mi guía me explica que debemos ir a otra oficina por mis boletos nuevos. Tomamos un número (sólo hay 2 personas más, pero hay que seguir la regla). Mi acompañante platica conmigo, ha estado en México y habla español. Poco español, así que prefiero hablar en inglés porque no se si realmente entiende todo lo que digo, él insite en contestar en español, así que vuelvo a mi idioma, sólo que hablo despacio. Mi turno. Otra vez, mi acompañante toma la palabra y le explica la situación a la mujer tras el mostrador. Y por fin tengo un boleto nuevo sin costo alguno. Todo lo que debo hacer es transbordar ¡tres veces!

IV
Reviso mi nuevo itinerario para descubir que mis tiempos de transbordo son de 5 a 10 min. Pregunto si no hay otra forma. Me explican que el tren que me dejó sólo sale una vez los domingos. Esta es mi opción ahora. Curiosamente mi nueva hora de llegada será sólo una hora después de la original. Mi nuevo pasaje incluye dos trenes express. Tengo casi una hora antes de abordar el nuevo tren. Mi guía no se ha separado de mi y ahora pregunta si quiero tomar algo. Necesito fumar, contesto. Me acompaña afuera de la estación y fumo. Ahi me entero que es iraní. Me sorprendo, el hombre es blanco y de ojos claros. Mientras dice que casi nadie sospecha de donde viene. Regresamos a la estación después de mi cigarro, pregunta de nuevo si quiero comer algo. Le explico que acabo de comer y le agradezco. Me pregunta si quiero sentarme, digo que si y busca asientos en la estación. La plática continúa con la distribución geográfica de su familia, sus padres en Chicago y sus hermanos en California. Yo estoy ansiosa, quiero regresar al andén pero me hace notar que falta media hora y que hace frio afuera. Eso es cierto. Esperamos.

V
Veinte minutos antes de que salga mi tren, él ve el reloj y me dice que ya podemos ir al andén. Me dice su nombre y yo el mio. Hablamos de Antígona, la de Edipo. Luego me entero que habla griego y que vivió en Grecia. Me cuenta que también habla Armenio y que está en Alemania como refugiado. Esperar 20 minutos en el frío resulta más largo de lo que pensé. Decido fumar otra vez. Hay un cuadro amarillo en el suelo, sobre el andén, que marca la zona de fumadores. No hay paredes, nada, sólo una línea amarilla. Fumo una vez más. El tren está apunto de llegar y mi acompañante pregunta si puede visitarme en México. Yo sólo sonrío. Me pregunta si soy casada, yo le contesto que tengo un hijo, el insiste, pero eres divorciada o casada. Casada contesto. El tren llega y nos despedimos. Olvidé su nombre.

sábado, 11 de enero de 2014

Anécdota sobre la puntualidad alemana (I-II)

(16 de diciembre del 2013)

I
Tres mexicanos llegan a la estación de tren de Leizpig. Hay una nueva zona, recién estrenada la mañana del domingo. Los locales toman fotos emocionados con el nuevo andén de tren. Un túnel de concreto gris. Son las 4:10 pm, el tren que espero sale a las 4:20 pm. El letrero electrónico anuncia 10 min. de retraso. Parece el metro a la hora pico, no como Balderas sino Etiopía. El tren de las 3:45 pm llega a las 4:15 pm. Los locales se amontonan en las puertas, no caben, buscan otras puertas, hacen fila, casi se va el tren. Desde el andén vemos montones de lugares vacíos lejos de las puertas, pero los alemanes sólo se apilan en la entrada. En México se habrían empujado unos a otros hasta distribuirse uniformemente en el tren. Nosotros somos Maxwellianos (nota para mis amigos ñoños). Los mexicanos rien divertidos.

II
Así mi tren sale con casi 20 minutos de retraso. Justo los que necesito para trasbordar en la otra estación. Ya en el tren, el hombre que revisa los boletos me dice alguna cosa en alemán que por supuesto no entiendo. La chica del asiento de enfrente (que me oyó hablar con mi hijo en el teléfono), me dice en español que el tren que voy a tomar después está retrasado también. Maravilloso, pienso, doy las gracias en alemán. Llego a la estación donde debo tomar el otro tren. Corro de la puerta 3 a la 9. Subo escaleras, alcanzo a ver el tren allá arriba con las puertas abiertas. Subo rápido mientras las puertas del tren se cierran lentamente casi en mi nariz. Y ahí va, mi tren directo a Heidelberg, sin mi.

miércoles, 8 de enero de 2014

Año nuevo

Sé que el tiempo es el mismo desde hace más de 13 mil millones de años, cuando de una singularidad se convirtió en el Universo.
Sé que sólo puedo aceptar lo insignificante del momento al que llamo segundo y que se escapa ahora.
Sé que el resto del universo permanece inmutable mientras nos sentimos magníficos, desdichados, eternos, mortales.

Desde nuestra insignificancia decidimos reiniciar, etiquetar el tiempo y darle sentido.
Recordamos el pasado, creamos el presente, imaginamos el futuro.
El resto del universo seguirá su curso, sin memoria, sin sentido, sin elección.

Escucho el reloj, las campanadas, aquí adentro, en este universo de sentidos, empieza algo nuevo.
Allá afuera los sonidos se pierden en la nada.

lunes, 6 de enero de 2014

Volver a Guerrero

(13 de mayo del 2007)

Voy camino a Chilpancingo. La última vez que estuve aquí no la recuerdo pero tengo memoria de ella. En uno de sus viajes a Guerrero mi padre se detuvo para observar el cielo. En sus brazos llevaba a su hija de dos años. Cuando la niña miró aquel cielo negro cubierto de pequeñas luces, lloró. Ahora, desde esta pecera rodante no veo el cielo, sólo lo imagino. Me pregunto como sería aquella noche en la que vi por primera vez un cielo lleno de estrellas. Recuerdo a mi padre y las canciones que oía en los muchos viajes en carro cuando yo era más grande. “Los caminos del sur” va y viene a pedazos en mi mente.

Mi padre ya no está y aquella niña que lloró ante el cielo hoy es astrónoma y es madre. Miro a la ventana de nuevo. Imposible. No hay estrellas que pueda ver. Vuelvo a mi universo personal, pienso en mi hijo, en las memorias que guardaré para él y que un día espero se conviertan en sus recuerdos. Le hablaré de lo encantador de su sonrisa, de la vez que miró una hoja movida por el viento y él se detuvo a observarla como si fuera algo vivo, de cuando estando enfermo me abrazó y me pidió sin palabras que le diera un beso y luego otro y otro hasta que se quedó dormido, de cómo luchaba por no dormirse igual que lo hacia su abuelo. Su abuelo Ayax, al que no conoció pero está en él, en su mirada, en su voluntad, en la potencia de su voz, en su fuerza, en sus ganas de vivir y no perderse ni una sola noche. 

No se cuantas estrellas puedan verse camino a Chilpancingo, pero llevo las que mi padre me dejó en aquella memoria y su emoción al contarla. Cierro los ojos y sueño con dejarle a mi hijo estrellas y universos enteros para su memoria.


domingo, 5 de enero de 2014

Toda tuya

(En algún momento del 2001 o tal vez 2002)

Podría haber sido tu esclava
pero jamás de ti.
Derretirme en tu ternura
sólo para evaporarme en tus manos.
Estar para siempre contigo
en el beso furtivo y la llamada sorprendida.
Ser tuya para la eternidad
en el instante en que mi boca se llena de ti.

viernes, 3 de enero de 2014

Jetlag

(10 de dicembre de 2013)

Heidelberg, 2 am. I woke up but not really. There is a chance to fall sleep but I can’t. The Cheshire cat is laughing at me and there is a pain in the middle of my chest. He laughs. I remember when he asked me weird questions and I had insane answers and we both laughed. The cat is laughing at me; not really, it is not even there anymore. Not a single stripe, not even his big smile. I woke up. I unpacked, everything is organized now. I cannot sleep. There is a smile chasing a memory in my head. Get a big coat and grab a smoke outside the building. Cold, smoke and that smile. The pain. I come back, read a book. The same story is repeated by a different character, in a letter, in a recorder. I am not sure I understand, I read again. I forgot the cat, the pain, then there is something in the book, a memory in my head gets ahold of those words. I let the memory to be. I try to fall sleep. I noticed how the memory has changed in the last weeks, happens the same in my book but here, there is only one character, me, changing the story, remembering –just making up- new details. Jetlag. I need to sleep, just 3 hours. There is work to do, I plan what to wear tomorrow, no, is today, in a few hours. I cannot sleep, I write. English, weird, but it seemed natural now. The cat is gone but leaved the pain behind. Maybe it is all a bad dream. I need to wake up and fall sleep.


Heidelberg, 2 am. Me despierto pero no realmente. Podría volver a dormir pero no puedo. El gato de Cheshire se está riendo de mi y hay un dolor enmedio de mi pecho. Se ríe. Recuerdo cuando me hacía preguntas extrañas y yo tenía respuestas absurdas y los dos reíamos. El gato se ríe de mi, peor no realmente, no está ahi, ni una raya, ni siquiera su enorme sonrisa. Me despierto. Desempaco, todo está organizado ahora. No puedo dormir. Hay una sonrisa persiguiendo una memoria en mi cabeza. Tomo un gran abrigo y fumo afuera del edificio. Frío, humo y esa sonrisa. El dolor. Regreso, leo un libro. La misma historia es repetida por un personaje diferente en una carta, en una grabadora. No estoy segura de que entiendo, leo de nuevo. Olvido al gato, el dolor y entonces hay algo en el libro, una memoria atrapa esas palabras. Dejo ser a la memoria. Trato de dormir. Me doy cuenta cómo la memoria ha cambiado en las últimas semanas, pasa lo mismo en mi libro, pero aquí sólo hay un personaje, yo, cambiando la historia, recordando -sólo inventando- nuevos detalles. Jetlag. Necesito dormir, sólo 3 horas. hay trabajo que hacer, planeo qué ponerme mañana, no, es hoy, en unas horas. No puedo dormir, escribo. Inglés, extraño, pero parece natural ahora. El gato se ha ido pero dejó atrás el dolor. Tal vez sólo es una pesadilla. Necesito despertar y dormir.

jueves, 2 de enero de 2014

Encantadora

"Encantadora", dijo la serpiente mientras su abrazo rompía mi cuello

Corazón de melón

(En algún momento entre 1999 y el 2000)

Empezó con la primera lamida. Me gustó su sabor. Lo besé. Latió entre mis dientes. Con la primera mordida un líquido tibio escurrió entre mis labios. Hubo un gemido que no me detuvo. Arranqué un pedazo pequeño, era dulce. Y me dejó hacer. Cada día un trozo que saboreaba durante horas en mi boca, mientras él hablaba, reía o me miraba. Pero se acabó y yo necesitaba ese sabor, esa textura, esa tibieza escurriendo de mi boca a mi garganta. Así descubrí que no todos saben igual. Este era como vino blanco, aquel como tamarindo, luego uno como chocolate con un toque picante. Y me dejaban hacer. Primero me acercaba a su mirada, luego a su piel y después me lo entregaban sin que yo lo pidiera. Creían conquistarme mientras yo sólo buscaba sabores nuevos, texturas distintas. Otros ritmos. Aquel lo devoré tan rápido que apenas pudo darse cuenta. A este me gustó recorrerlo con la punta de mi lengua y tomar sólo un poco cada vez. Hasta que encontré este con un dejo amargo como toronja. Después del banquete un cosquilleo recorrió mi cuerpo. Olvidé que hay hombres con el corazón envenenado. Ahora es muy tarde.

miércoles, 1 de enero de 2014

La burbuja

(Agosto de 1994)

Cinco minutos antes de las cuatro. Faltan dos cuadras para llegar a la parada del camión, apresuras el paso deseando que el autobús no llegue antes de la hora. La parada ya está a la vista y sonríes al ver que en ella están todos los que toman el autobús a las cuatro y alguien que apareció entre ellos desde hace dos días. Nada  tiene de especial, excepto por que nunca antes había estado ahí. Llegas a la parada. El camión está muy cerca. Después de subirte a él todo es como siempre: media hora de mirar caras semiconocidas y de tratar de adivinar en que se distraerán mientras viajan callados mirando a los demás.

Tres y cuarto. Hoy has salido tarde del trabajo. Será  una hora exacta hasta el centro, es curioso que no hayas podido resignarte a la puntualidad de este país ajeno. En México tendrías la esperanza de que el camión viajara más rápido y podrías llegar a tiempo para tomar el de las cuatro en el centro. Claro que en México nunca hay un autobús de las cuatro donde te sonríe el mismo chofer y puedes escudriñar a las mismas personas. Así que estás segura que en la parada del autobús no te esperan los de siempre. Mientras caminas de una parada a otra imaginas a los rostros de las cuatro, mirándose entre sí, y te preguntas si alguien habrá notado tu ausencia.

Las cuatro en punto. En este país tan predecible algo extraño ha pasado hoy. El camión casi desborda a las personas por ventanas y puertas. No has podido sentarte y es casi seguro que no lo harás durante la hora de viaje al centro. Llegas agotada y caminas hacia la otra parada, donde te espera la calidez de lo conocido. Los cabellos de las chicas que pasan a tu lado se mueven como si hubiera viento, pero tú no sientes nada. El aire parece esquivarte. Reacomodas tu pelo, esperando sentir sus mil lenguas en tu cuello, pero nada. La parada está a la vista. Tienes la sensación de que alguien te espera. Tal vez es el cansancio. Los rostros de las cuatro parecen sonreir al verte llegar, pero tú solo observas el del chico que apareció hace unos días entre ellos. Debe tener uno o dos años mas que tú. Notas su cabello tan quieto como el tuyo. El camión ha llegado. Aquí no hay empujones, la gente se forma y mira donde pone los pies.

Cuarto para las tres. Hace tiempo que no sales tan temprano del trabajo como hoy. Llegas al centro al cuarto para las cuatro. En la parada faltan varios rostros, entre ellos el del chico que ha llamado tu atención. Uno de los rostros se acerca a ti; te pregunta la hora y luego un cuestionario estratégicamente pensado. De nada sirve contestar con monosílabos, el rostro sigue ahí, buscando algo debajo de tu ropa. Su voz se oye como si viniera de una caverna. Por fin, el rostro se calla. Escuchas claramente los pasos de alguien que se acerca: es el chico nuevo. Has decidido llamarlo así por que, desde hace seis meses, no había un rostro rutinariamente nuevo esperando el camión de las cuatro. Lo miras sólo de reojo por que sabes que él te está mirando. El camión aparece frente a ti, te sorprende. Es curioso que no hayas oído el motor. Analizas el autobús para ver si es un nuevo modelo silencioso, pero te das cuenta que es el mismo de siempre.

Casi las cuatro. El chico nuevo lleva una semana tomando el camión de las cuatro. Esta vez lo acompaña un rostro con más edad que él. Por primera vez escuchas su voz, se oye tan familiar, como todo lo que hay en esa parada a las cuatro de la tarde. Al subir al camión intentas quedar cerca de él, pero no es posible, sin embargo, su voz te llega igual. No sucede lo mismo con la voz de su acompañante, que se envicia con los ruidos de la calle. El viaje resulta interesante. El habla de sus hermanos, de su madre, del trabajo. Sientes como si platicara contigo, pues mientras lo hace, te observa. Por eso no te has atrevido a verlo en todo el recorrido. Cada vez que volteas te encuentras con su mirada que te esquiva y se dirige a su acompañante. El chico nuevo baja en la parada siguiente y durante diez minutos debes conformarte con observar el paso de árboles, automóviles, esquinas y rostros.

Cinco para las cuatro. Te vas acercando a la parada del centro. Un olor a galletas llena el aire. Al llegar te das cuenta que el chico nuevo trae dos enormes bolsas llenas de cajas. En vez de tapa, cada una está cubierta con papel celofán que te deja ver su contenido. Galletas. El chico nuevo platica con el mismo rostro de ayer, explicándole que cada semana lleva a su casa una cantidad semejante de galletas. Un aire cálido te rodea. Es agradable oir que alguien tan joven se ocupe de esos detalles. Tú harías algo semejante si tu familia estuviera aquí. Algo se desencadena en ti. Durante el camino a casa ves pasar los recuerdos de tu niñez, tu país, los rostros que viven en ti.

Cinco para las cuatro. Hace unos días te diste cuenta. No era normal que el aire te esquivara y que las galletas fueran tan olorosas. Es la burbuja. Las paredes de la burbuja se hacen mas gruesas y los sonidos de la calle se atenúan. Sucede lo mismo que otras veces, tú lo miras cuando el no te ve y luego al revés. Te das cuenta que no puedes describir su rostro. El camión está frente a ti y lentamente caminas hacia la puerta. No es necesario estar cerca del chico nuevo. Están solos dentro de la burbuja.

Las tres en punto. Es difícil que alcances el autobús de las cuatro en el centro. Cada quince minutos miras el reloj. Te inunda la ansiedad de quien sabe que llegará tarde a una cita importante. Arribas al centro y caminas lo más rápidamente posible. Te tranquilizas cuando los ruidos comienzan a alejarse. Las cuatro con dos minutos. Solo una cuadra más. El camión ya está en la parada. Solo tienes que cruzar la calle, pero es imposible pasar sobre los autos. Poco a poco los ruidos van acercándose. Te rodean. La burbuja se hace demasiado larga y finalmente caen sobre ti. El autobús se ha ido.

Llegas a tiempo a la parada del centro. Los ruidos y el viento no te tocan. El camión se ha retrasado cinco minutos. Algunos de los rostros se preguntan que estará sucediendo. A ti no te importa el retraso, por que estás disfrutando de una mirada del chico nuevo. Es la única mirada extraña que te produce placer. Otras solo escudriñan tu blusa o tus labios. A veces a la mirada le sigue la voz, ambas te analizan y te califican. Siempre haces todo lo posible por entorpecer la prueba y reprobar. La vista del chico nuevo busca bajo tus pestañas y acaricia tu pelo. El camión lleva veinte minutos de retraso y la parada se ha convertido en un mar de rostros. Hay otro autobús a las cuatro y media, que no tardará en llegar. A las cuatro y veinticinco llega el camión de las cuatro. El de las cuatro y media viene unas cuadras atrás. Esperas a que el chico nuevo decida que camión tomarán. Ya están arriba. Hay demasiada gente y lo pierdes de vista. El mar de rostros se diluye un poco y alcanzas a verlo cuando faltan dos paradas para que baje. Te acercas a la puerta de salida para sostenerte mejor y poder guardar el monedero que has aprisionado en tus manos durante todo el viaje. El monedero cae en el momento justo que la burbuja comenzaba a alargarse. El chico nuevo se acerca y lo levanta. Sonríes. Por primera vez sus ojos se encuentran. La explosión es inevitable. El viento vuelve a presionarte y los ruidos citadinos golpean tus tímpanos. La burbuja se ha roto. Es imposible dar las gracias, sigues mirando sus ojos sorprendidos. Tus mejillas se incendian mientras su rostro se aleja desde la banqueta.

Cinco minutos antes de las cuatro. Caminas lentamente hacia la parada del centro. Miras el reloj y te detienes a ver un escaparate. Continúas tu camino. Las cuatro en punto. El autobús ya está en la parada, a dos cuadras de distancia. Sigues caminando despacio, disfrutando el viento. El motor del camión se despide de ti. Te detienes. Tu mirada sigue al autobús que no volverás a alcanzar.