Efecto Casimir

Convencido de que el principio de todo estaba en la nada, mi padre eligió el nombre de Nada para su primogénita. Yo escogí Antígona. Luego tuve que elegir entre la literatura y la ciencia. Opté por la ciencia, aunque no realmente. No dejé de leer ni de escribir, cuentos y poesía, al menos por un tiempo. La ciencia me absorbió y dejé de escribir, luego de leer. Encontré un refugio en la divulgación de la ciencia, podía seguir leyendo y escibiendo sin traicionar esa elección que requería todo mi esfuerzo.

Ya con un trabajo como científica me convertí en malabarista. Intenté conservar mis pasiones, mis amistades, el baile, la divulgación de la ciencia, la literatura y sobre todo eso cumplir como madre. Fui torpe y renuncié. Me volví monótona pero no por ello más productiva. A mediados del 2013 una decisión cambió mi vida. Día a día comencé a sentirme viva de nuevo. Volví entonces a la literatura, al baile, a mis amigos. Rescaté retazos de textos, narré historias de orquídeas y trenes. Esta vez sin malabares y sin renuncias absolutas. Tomar decisiones, resolver lo urgente, adelantar lo necesario y conservar espacios para mis pasiones.

Entre todos las cosas variables, me aferro a las constantes. Escribo porque no puedo evitarlo. Hoy decidí compartirlo (gracias Susi por darme el empujón final). Los primeros posts serán una ensalada de mi pasado y presente. Las fechas de los escritos del pasado son cosas borrosas. Soy mala para eso. Se que hace 65 millones de años se extinguieron los dinosaurios, la Tierra se formó hace 4 mil quinientos millones de años y el Sol hace 5 mil millones. Mi doctorado lo obtuve en... tengo que revisar mi CV.

El título de este blog honra mi dualidad inevitable: ciencia y literatura. Aprendí del efecto Casimir en la licenciatura y se quedó en la memoria como una de esas muchas curiosidades de la mecánica cuántica hasta que alguien combinó su tema de tesis de licenciatura con el nombre que mi papá eligió para mi. Fue una broma tan bien construida que me siguió hasta la desvelada del año nuevo en la que buscaba un nombre para un blog, para los escritos de Nada para Nada.

domingo, 17 de junio de 2018

Tlalpan


Cuando vamos a bailar al centro de la Ciudad de México, invariablemente tomo la avenida Tlalpan. Mi Papá Abuelito decía que el camino más corto del norte al sur era cruzando el centro y agarrar todo Tlalpan. Se lo dijo a mi mamá un día que ella hablaba de otras opciones para llegar a casa de mi Mamá Lupita en la Avante, saliendo de Tlatelolco. Una vez a la semana recorríamos todo Tlalpan que significa dos cosas para mi, la primera era un cosquilleo irresistible pero pasajero en mi estómago que llegaba en el montículo más pronunciado de la larga avenida. La segunda era el destino al que me llevaba, la casa de mi Mamá Lupita con su sopa de fideo que era mi otro gran placer de niña, junto con las cosquillas en la panza.  Todo eso hasta 1985 cuando agregué una nueva imagen de Tlalpan que se quedó conmigo como la última de aquella travesía del norte al sur de la ciudad y de regreso.

La sopa de fideo era un platillo prohibido para mi madre junto con todas las pastas, demasiados carbohidratos sin nada nutritivo. Yo amaba las pastas y como ella lo sabía un día se le ocurrió hacer un espagueti de col. Me presentó la col cortada en finos y largos trozos semejando al espagueti, pero no lo era. La odié. En mi cumpleaños yo decidía qué comer y ahí sí, podía pedir lasaña o espagueti a la boloñesa, pero una vez al año no era suficiente. Con mi Mamá Lupita, en cambio, había siempre sopa de pasta: estrellitas, letras, coditos… o fideos.  Ella lograba que quedaran casi secos, de manera que yo me evitaba las horas (parecían horas) de cucharear una sopa, cosa que me daba mucha flojera. La salsa de tomate, que hacía mientras cantaba las canciones que transmitían en la estación El Fonógrafo, le quedaba en el punto justo entre la acidez y la dulzura. En la mesa había queso de Chiapas que yo espolvoreaba generosamente sobre mi sopa y luego agregaba una cucharada de crema y aquello era mi placer especial. Uno que tuve que apurar después de que mi Papá Abuelito me regañó porque el fideo o llevaba queso o crema pero no las dos cosas, “¿qué es eso?” me dijo. Así que me encargué de comer rápido antes de que él llegara de trabajar y me viera comiendo aquella deliciosa monstruosidad. Cuando él estaba no había de otra, era queso o crema, pero no los dos.

El 19 de septiembre de 1985 nos mudamos a casa de mi Mamá Lupita. El departamento 909, de la entrada C, del edificio Tamaulipas dejó de ser habitable. Las grietas se extendían de piso a techo y eran más anchas que mis flacos brazos de niña de 13 años. No recuerdo a qué hora llegamos al departamento, la zona ya estaba acordonada porque vivíamos a unos metros del edificio Nuevo Léon. Mi mamá nos dijo que empacáramos uniformes y algo de ropa. Ella recogió documentos e iniciamos el camino hacia el sur. No creo que entonces cruzar el centro haya sido el camino más corto entre el norte y el sur, pero mi memoria borró casi toda esa travesía, excepto tres cosas. Los rostros con miradas perdidas de la gente que caminaba en la calle, el aire de un color gris que no he vuelto a ver ni en los días más contaminados y Tlalpan. Avanzábamos despacio cuando aparecieron los edificios donde trabajaban las costureras y que ahora eran láminas de concreto apiladas una sobre otra entre las que se escurrían telas de colores. Mi memoria se revuelve con todas las historias que luego oí de las costureras y sus condiciones de trabajo.  Aquel 19 de septiembre no hubo cosquilleo en la panza, ni fideos en casa de mi abuelita donde nos quedamos a vivir un par de meses mientras mi mamá buscó otro lugar para la familia.

Regresamos a Tlatelolco sólo para sacar todo lo que había en el departamento. No se cuantos días tomó la mudanza ni a donde fueron a parar nuestras cosas. Sólo recuerdo que sobre Tlalpan el cosquilleo en el estómago fue sustituido por el asombro y la angustia que me provocaban los edificios colapsados, porque las cosas así de sólidas, así de grandes, no deberían caerse nunca. Nos mudamos primero cerca del metro la Raza y luego a Aguascalientes. Ya no era necesario atravesar Tlalpan y allá en Aguascalientes comencé a ayudar con la comida asegurándome que de vez en cuando habría fideos en el menú. Les faltaba el queso de Chiapas y el balance de dulzura y acidez, tal vez, porque hacía falta conjurar una magia especial cantando como lo hacía mi abuelita.

Ahora las pastas son para ocasiones especiales porque en los cuarentas los carbohidratos se acumulan fácilmente como grasa alrededor de mi cintura, pero no hago fideos porque aunque les ponga crema y queso de Chiapas y cante canciones de María Luisa Landín mientras los preparo, nunca saben como los de mi Mamá Lupita. Ya no se reconocer en Tlalpan donde estaban aquellos edificios con todas sus historias. Me quedan los viajes desde el sur al centro donde Gabriela y nuestras amigas nos vamos a bailar de vez en cuando. Sigo el consejo del abuelo de tomar siempre Tlalpan. Justo en la subida de aquella cúspide, respiro profundo y acelero un poco mientras me aferro al volante y veo de reojo a Gabriela que se encoge y justo al mismo tiempo soltamos una risa nerviosa que termina unos segundos después al bajar la cuesta. Aquí adentro, una niña de 13 años celebra con nosotras esa felicidad pasajera.

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