Efecto Casimir

Convencido de que el principio de todo estaba en la nada, mi padre eligió el nombre de Nada para su primogénita. Yo escogí Antígona. Luego tuve que elegir entre la literatura y la ciencia. Opté por la ciencia, aunque no realmente. No dejé de leer ni de escribir, cuentos y poesía, al menos por un tiempo. La ciencia me absorbió y dejé de escribir, luego de leer. Encontré un refugio en la divulgación de la ciencia, podía seguir leyendo y escibiendo sin traicionar esa elección que requería todo mi esfuerzo.

Ya con un trabajo como científica me convertí en malabarista. Intenté conservar mis pasiones, mis amistades, el baile, la divulgación de la ciencia, la literatura y sobre todo eso cumplir como madre. Fui torpe y renuncié. Me volví monótona pero no por ello más productiva. A mediados del 2013 una decisión cambió mi vida. Día a día comencé a sentirme viva de nuevo. Volví entonces a la literatura, al baile, a mis amigos. Rescaté retazos de textos, narré historias de orquídeas y trenes. Esta vez sin malabares y sin renuncias absolutas. Tomar decisiones, resolver lo urgente, adelantar lo necesario y conservar espacios para mis pasiones.

Entre todos las cosas variables, me aferro a las constantes. Escribo porque no puedo evitarlo. Hoy decidí compartirlo (gracias Susi por darme el empujón final). Los primeros posts serán una ensalada de mi pasado y presente. Las fechas de los escritos del pasado son cosas borrosas. Soy mala para eso. Se que hace 65 millones de años se extinguieron los dinosaurios, la Tierra se formó hace 4 mil quinientos millones de años y el Sol hace 5 mil millones. Mi doctorado lo obtuve en... tengo que revisar mi CV.

El título de este blog honra mi dualidad inevitable: ciencia y literatura. Aprendí del efecto Casimir en la licenciatura y se quedó en la memoria como una de esas muchas curiosidades de la mecánica cuántica hasta que alguien combinó su tema de tesis de licenciatura con el nombre que mi papá eligió para mi. Fue una broma tan bien construida que me siguió hasta la desvelada del año nuevo en la que buscaba un nombre para un blog, para los escritos de Nada para Nada.

domingo, 30 de marzo de 2014

Dany

Vamos muriendo cada día o vivimos hasta que nos sorprende la muerte. A Dany no lo sorprendió, se supo mortal a la edad en que la muerte sólo existe como algo lejano que le pasa a los viejos. Para los que lo quisimos tanto Dany se fue demasiado pronto, no importa si fue ayer o en 10 años, su ausencia final siempre nos habría parecido anticipada e injusta.
Dany eligió vivir cada día, a veces con una fuerza que el médico no podía comprender, a veces dominado por la fragilidad de su cuerpo que iba limitando su andar y su corazón. Tuvo 23 años para entregarse, irnos dejando pedacitos de vida, ternura, amor. No hubo nadie que se salvara, bastaba hablar una vez con él para caer en su sensibilidad, ese abismo tibio en el que uno deseaba vivir atrapado. Los corazones más duros se derritieron con su presencia, se quebraron en su ausencia. Los más sensibles se reconocieron en él. Creyentes y ateos, pedimos un milagro que nos permitiera disfrutarlo siempre.
Lo amamos todos. 
  
Tuvo días felices, días de dudas y miedo, días de enojo, pero siempre envuelto de nobleza y ternura. A pesar de esta ciudad, que era la más cruel pista de obstáculos, entre tanta gente mezquina que pretendió insultarlo, de lo injusto de su destino, jamás hubo en él una gota de amargura. 

Llegó el día de resignarnos a tu ausencia, Dany. No pude llorar durante horas. Vi llorar a tu madre, mi mejor amiga, la que me dio el privilegio de conocerte cuando tenías como 5 años. Vi a tu padre agobiado ante el peso de tanto dolor, vi llorar a tus amigos y a las mujeres que te quisieron. Ante tu cuerpo desfilaron tus amigos, hablaron de sus aventuras contigo, de cómo aprendieron de tu lucha constante, de esa fragilidad que emanaba tanta fuerza. Hubo música, tal como lo pediste. Oímos una y otra vez una canción interpretada por tu voz, esa voz irremplazable no sólo por su tono sino porque llevaba la fuerza vital que te dio la certeza de la muerte. Coreamos con Miguel Ríos, “A todo pulmón” y luego con Pink Floyd, “Wish you were here”. Cumplimos todos tus deseos, excepto no llorar. 


Yo lloré más tarde, en el amanecer después de tu partida. Durante años he visto irse a seres queridos, pero es tu muerte la que me regala lo inaprensible del sinsentido de la vida. Hay tantas cosas que simplemente son, más allá de nuestro control y nuestros deseos, y uno se esfuerza por darles sentido, por explicarlas y comprenderlas. Pero ni el médico más brillante pudo entender porque rechazaste el nuevo corazón que latía en tu pecho, después de uno de tantos trasplantes que había hecho de forma casi rutinaria, con éxito siempre. Ni tu familia puede comprender porqué naciste con distrofia muscular, porque más allá de la explicación de la ciencia siempre les parecerá la más absurda de las injusticias. 


En esa hora, cuando amanecimos sin ti, con tu cadáver a cuestas, acepté tu ausencia. Llené mi alma con la certeza de que no hay propósito en el azar que domina las vidas humanas, dejé de buscar explicaciones que al final nunca serán suficientes. Acepté, casi sin darme cuenta, el regalo que me dio la grandeza del valor de tu espíritu de niño. Lloré entonces, sin rabia. Miré a tus padres a los ojos y les agradecí tu existencia, di las gracias por la fortuna de conocerte, por las canciones, las preguntas, las risas compartidas. Agradecí tu entrega sin miedo, a pesar de conocer la miseria de la que somos capaces los seres humanos, como si en el fondo tuvieras la convicción de que todos éramos buenos. Agradecí me quisieras tanto.
 

Lo más difícil ahora, Dany, será vivir a la altura de tu presencia. Abrazar tu recuerdo sin mancharlo de amargura por las cosas que no serán. Sentir el día soleado, tibio, pintado de jacarandas, ver a las personas hablar, reír, sin pensar que no es justo que el mundo siga su marcha sin ti.

Guardo el regalo de tu vida en mi corazón, Dany, para seguir viviendo y amando, sin esperar que lo haré como tú, pero contagiada por tu ternura y tu nobleza, agradeciendo por habernos encontrado. 

sábado, 22 de marzo de 2014

El nacimiento de la orquídea

(2 de septiembre de 2013)
Una mirada la sacó de su sueño. Huyó sorprendida, escondiéndose detrás de sus párpados. Siguió caminando. El sueño no regresó, la inundó el ruido de la calle, las miradas que salpicaron la suya, la sensación de caminar erguida. Se encontró sonriendo, inevitablemente. Dejó atrás la precaución de ocultar sus ojos y su sonrisa.

Luego fueron las llaves abriendo la puerta, el leve chasquido del apagador, el ritmo de sus pisadas hasta el cuarto. Olvidó planear lo que haría hasta el momento de dormir. Dejó caer la ropa y los zapatos, sólo para cubrirse de nuevo con un vestido que resbaló sobre sus hombros. Debajo de él se sabía desnuda, igual que sus pies que tocaron el piso en silencio, recordándole que seguía atada a la Tierra.

Allá en la cocina, el cuchillo cortando la cebolla adquirió ritmo propio mientras la punta de su lengua saboreaba la humedad involuntaria que resbalaba de sus ojos a sus labios. El aceite tronó abrazando la cebolla. La cocina se inundó de olores. Miró la silla vacía frente a ella, regresó al sueño mientras su boca le hablaba de sal y especias. Bebió el vino esperando ese ligero mareo que le permitiera viajar en el tiempo. Necesitó algunos tragos más para llegar a ese punto en el que sentada en ese mismo lugar, del otro lado, una voz comenzaba el sueño. Extrajo de su memoria trozos de la conversación, repasó las sonrisas, las preguntas. Sin pensarlo, sus pasos la llevaron a la regadera.

Salió del sueño por un momento para concentrarse en la temperatura del agua hasta replicar la tibieza de aquellas manos que ahora estaban tan lejos. Aceptó la caricia del jabón como la única posible y regresó a su sueño. Desde la imposibilidad de repasar cada detalle, nació una suave angustia. El viaje en el tiempo se interrumpía en cada hueco de la memoria y había que hilarlo con el siguiente recuerdo disponible.

Ya inmóvil sobre su cama, regresó en el tiempo, un poco más atrás, hasta la primera vez que sus manos se tocaron y casi por accidente quedaron entrelazadas. Sorprendentemente la voz de él continuó, como si esa mano no le perteneciera. El silencio tardó en llegar mientras ella se esforzaba en ocultar su rostro donde los labios temblaban. Se aferró a esa mano con la esperanza de apagar el temblor, pero sólo consiguió llevarlo hasta el centro de su pecho.
Entonces fue el silencio, una mano sobre su mejilla le supo a promesa que unos segundos después fue rota por esos labios que estaban demasiado lejos. ¿En qué piensas? preguntaron. Se esforzó por responder, por mirar sus ojos. Deseó que el silencio fuera la respuesta correcta, pero él seguía esperando a veinte centímetros que parecían un océano.

Tuvo que decir algo y desde el fondo de su memoria, su voz la regresó al presente. Sonaba tan absurda ahora. Repasó el recuerdo suplantando frases y terminó convencida de que lo mejor habría sido no decir nada. Decidió entonces cambiar el pasado, saltar desde el primer silencio hasta el momento en que cruzaron el océano. Repasó la travesía hasta encontrar el segundo preciso donde los labios se tocaron por primera vez. Intentó seguir la madeja de sensaciones enredadas en el recuerdo. Las manos que apretaban su espalda, los labios que no podía dejar de besar, el peso de su cuerpo, las piernas que se enredaron entre las suyas.

Confundida entre el antes y el después, la causalidad se volvió absurda. Se perdió en el tiempo y buscando hilar de nuevo la historia, se descubrió rodeada de ternura. Cada movimiento, cada beso era llevado por esa sensación de haberse convertido en algo frágil, una orquídea trasplantada con pasión y delicadeza. Y entonces ya no importó si viajaba al pasado o al presente. Armar la historia en el orden correcto se volvió irrelevante. Saltó de un recuerdo a otro hasta que sintió haberlo repasado todo, desde el cruce del océano hasta la llegada al puerto llevados por una sonrisa que brincó desde ella hasta él.

El sueño se mezcló con ese otro que devora las horas y las devuelve como segundos. El sol y ella despertaron detrás de las nubes. Con el sol aún escondido en su capullo gris, la habitación se llenó de luz. Ella, salida del sueño como mujer orquídea tenía ternura para brillar por mucho tiempo. 

miércoles, 19 de marzo de 2014

Después del asalto


Una noche antes habían asaltado a mi amiga, la que vivía en el piso de arriba. A punta de pistola les quitaron el carro, a ella y a su novio. Lo habían sacado dos días antes de la agencia. Nuevecito. Mi novio y yo nos ofrecimos a ayudarles, llevarlos a la delegación o algo, dijeron que si, pero al final se fueron solos. En el ministerio público los maltrataron y a la semana siguiente se habían mudado. Nosotros teníamos fiesta la noche siguiente del asalto pero a nuestro carro nunca le había hecho caso ladrón alguno. Yo odiaba ese auto, no era ni grande ni pequeño. Por dentro daba la sensación de ser un carro casi de lujo con asientos amplios y automático, mi novio amaba eso. Así que igual, con todo y el susto que le habían metido a mi amiga, nos fuimos de fiesta.
Mi novio era de esos que tomaban y podía perderse. Yo nunca le contaba los tragos, no era necesario, sólo lo veía transformarse poco a poco, pedir cada vez más atención, con su voz profunda y una anécdota, que por supuesto era la única que valía la pena ser escuchada. Me las sabía todas, aunque siempre cambiaba algo, casi nunca importaba, excepto cuando hablaba de cosas que nos habían pasado juntos. A veces, eso si me enojaba, pero me quedaba callada, hacer escenas en público no era lo mío. Mi papá no tomaba, nunca. Si le insistían él decía que era diabético, entonces le ofrecían algo que el anfitrión creía que no era malo para su condición. En ocasiones mi papá aceptaba y el trago se quedaba ahí, intacto. No era de los que le gustara dar explicaciones, pero a nosotros, acá en familia, como parte de la educación que debía darnos, nos contaba de cuando sus compañeros de trabajo se emborrachaban. No soportaba como se perdían y es que el control sobre uno mismo era importante, lo más importante. Uno podía sobreponerse a todo, el dolor, las desveladas, el hambre, el miedo, todo, siempre y cuando uno tuviera el control de si mismo. Así que no bebía y tampoco dormía porque entonces, dormido, su autocontrol lo abandonaba. Argumentaba que la mente era poderosa, aunque en realidad su cuerpo vencía en algún momento y al final ese abandono, el del sueño, le ganaba siempre.
Mi papá no tomaba nunca y yo jamás conviví con un borracho. Eso si, mi mamá no se libraba de las vergüenzas públicas. Mi papá dejando con la mano estirada a alguien que lo saludaba amablemente, contestando con monosílabos a quien trataba de conversar con él o sonándose la nariz escandalosamente, en medio de un restaurante, con el paliacate que siempre llevaba consigo. Mi mamá solía no decir nada o casi nada. Apretaba la quijada y se guardaba el rencor hasta que le salía con alguien más, en un comentario certero, hiriente. Una frase de ella podía ser mortífera. Pero no eran nunca contra él, su rebeldía era la desobediencia activa, hacer cosas que mi papá no quería que hiciera. A veces, él no se enteraba, pero supongo que mi mamá lo saboreaba igual, sin saberlo.
La noche después del asalto a mi amiga, nos fuimos de fiesta y mi novio se emborrachó. Tuve que manejar de regreso a la casa, en ese carro que odiaba. Tardé como diez minutos en estacionarlo porque nunca podía calcular si ya estaba a buena distancia de la banqueta y si le iba a pegar a los otros carros. Parecía tan grande por dentro, pero por fuera, no lo era en realidad. En esos diez minutos él vigilaba que no hubiera asaltantes. Estaba enojado y recordaba el asalto de la noche anterior y lo que nos contó mi amiga que había pasado en el ministerio público. Y por supuesto, tenía que hacer algo, porque él odiaba las injusticias. Si un carro se le metía a la brava en medio del tráfico, él hacía lo mismo. Había que educar a la gente para que se portara con algo de civilidad. Así que se le metía enfrente una y otra vez, frenando bruscamente, para que el otro conductor aprendiera su lección. Reclamaba todo, el empujón en el autobús, la falta de cambio en el súper, todas las cosas injustas con las que el resto del mundo había decidido fastidiarlo.
La noche de la fiesta estaba enojado. El asalto no era una injusticia que pudiera reparar así nada más. Llegando al departamento buscó su pistola, una muy linda que su papá le había regalado. Intenté distraerlo sin éxito, finalmente la encontró y abrió la ventana. Me dijo que estaba seguro que los asaltantes estaban ahí, yo pregunté desesperada qué pensaba hacer. Voy a matarlos contestó. Mi papá usaba pistola, por su trabajo. Me enseñó a cargarla, a quitar el seguro y a disparar. Nunca me dieron miedo, excepto esa vez que jugué con mi hermano a ponernos el arma de mi papá en la cabeza y apretar el gatillo. Estaba descargada pero igual, tuve miedo.
Esa noche, la de la fiesta, volví a tener miedo. Pero no era por la pistola. Mi novio esperaba en la ventana para matar a alguien. Una sombra cruzó a una cuadra de distancia y el exclamó, mira, ahí va el asaltante. Yo exponía argumentos, esto no vale la pena, cómo sabes que esa persona es un ladrón, te vas a ir a la cárcel y para qué. Tenía miedo de perderlo. Intentó estirar el brazo para apuntar, tal como lo habían entrenado. Le pedí que me devolviera el arma. Se negó y yo insistí mientras resbalaba mi mano por su brazo. Supliqué, ya con mi mano sobre la suya que apretaba la empuñadura de la pistola. No cedió, tomé el arma por el cañón y lo dirigí hacia mi. Se desplomó vencido, llorando. El arma quedó en mis manos, la devolví a su estuche y regresé a abrazarlo. Lloramos juntos hasta que dejé de sentir el latido de mi corazón. Llevé a mi novio a la cama y lo vi quedarse dormido. Me recosté a su lado, luchando contra el sueño mientras trataba de calmar un dolor indefinido, una astilla helada en algún punto, muy adentro de mi.
Un año después mi novio y yo nos casamos. Un amor para siempre, como el de mis padres.

martes, 18 de marzo de 2014

Diario del olvido. Día 4

Mis amigas me reconfortan con historias de amor. Aquel que comenzó con una mirada entre dos extraños de continentes distintos y que se hizo cierto entre conversaciones que saltaron un océano. Otro más, tan intenso, un tsunami que se detuvo mar adentro con una despedida inevitable y fue entonces cuando ella encontró a otro, a su gran amor, el que se quedó para siempre. Sus historias tienen finales felices. No como los finales que yo conozco, los míos. La despedida planeada que llegó sin llanto. La otra, la del corazón roto que abría el pecho para reclamarme cada beso, cada segundo invertido en una fantasía absurda. La última, la del amor que se fue deshilando gastado de rutina, el retrato perfecto en el que nos volvíamos viejos juntos, desgastado entre nuestras manos aburridas, cansadas.

Me cuentan historias, me dan esperanzas, llegará alguien más. Listan tus defectos, a veces callo, a veces coincido, a veces agrego uno más. Pero no es suficiente, abrazo tu recuerdo, el de un amor que no fue, la despedida que no llegó. Son las posibilidades rotas por tu silencio, todo lo que caminaste hacia mi, conmigo mientras que en realidad huías, eso, es lo que duele.

domingo, 2 de marzo de 2014

Infinito

Mi hijo y yo no siempre hemos sido cercanos. Se acostumbró a los brazos de su padre y muy pronto aprendió a llamarlo. No fue así conmigo. Por más que insistíamos el bebé no decía mamá. Yo solía mirarlo a los ojos para decirle despacio "mmaaa-mmmaaaá", su repuesta era "no". Un día, cuando él tenía un año y tres meses, yo dije "ma-má" y el contestó, imitando mi entoncación, "pa-pá". Entonces me rendí. Y no es que yo fuera una madre poco cariñosa, al contrario, podría decirse que era incluso encimosa. Me gustaba abrazar a mi bebé y llenarlo de besos en la redondez perfecta de sus mejillas.

Cuando comenzó a quejarse de mi cariñoso comportamiento, entonces, respetuosamente, le preguntaba ¿cuántos besos quieres? solía contestar "ninguno". Aún así no podía evitarme, yo le explicaba, si tuve a un hijo fue para darle besitos. Luego se volvió un juego, yo le decía, hoy no quiero ni un beso ¿eh? y él de inmediato se lanzaba sobre mi y yo hacía como que no me gustaba nada mientras lo abrazaba fuerte y le devolvía cada beso recibido. Un día, en vez de contestar que no quería ningún beso dijo que quería exactamente cero besos. Yo insistía ¿seguro? ¿no será que quieres 2 o 10? No mamá, cero.

Mi hijo y yo nos encontramos en la ciencia, me acompaña a cada evento en el que participo y no pierdo la oportunidad de hablarle de planetas y estrellas. Su capacidad para entender conceptos abstractos, me sorprende siempre. El proceso de la suma lo dedujo a los 4 años cuando se dio cuenta que si juntaba uno y uno, eran dos. Un día quise impresionarlo con la banda de Moebius y cuando le dije, a ver cuántas bandas obtengo si la corto a la mitad, contestó, casi aburrido, pues una mamá. Luego fue la notación científica y el infinito. Fue entonces cuando resolvió el problema de la mamá encimosa. Yo pregunté ¿cuántos besos quieres? y el dijo, infinito. No me quedó más que sonreir y abrazarlo, tuvo que conformarse con un beso en cada mejilla. Hay límites, incluso para una madre.