Cuando vamos a bailar al centro de la Ciudad de México,
invariablemente tomo la avenida Tlalpan. Mi Papá Abuelito decía que el camino
más corto del norte al sur era cruzando el centro y agarrar todo Tlalpan. Se lo
dijo a mi mamá un día que ella hablaba de otras opciones para llegar a casa de
mi Mamá Lupita en la Avante, saliendo de Tlatelolco. Una vez a la semana
recorríamos todo Tlalpan que significa dos cosas para mi, la primera era un
cosquilleo irresistible pero pasajero en mi estómago que llegaba en el
montículo más pronunciado de la larga avenida. La segunda era el destino al que
me llevaba, la casa de mi Mamá Lupita con su sopa de fideo que era mi otro gran
placer de niña, junto con las cosquillas en la panza. Todo eso hasta 1985 cuando agregué una nueva
imagen de Tlalpan que se quedó conmigo como la última de aquella travesía del
norte al sur de la ciudad y de regreso.
La sopa de fideo era un platillo prohibido para mi madre
junto con todas las pastas, demasiados carbohidratos sin nada nutritivo. Yo
amaba las pastas y como ella lo sabía un día se le ocurrió hacer un espagueti
de col. Me presentó la col cortada en finos y largos trozos semejando al espagueti,
pero no lo era. La odié. En mi cumpleaños yo decidía qué comer y ahí sí, podía
pedir lasaña o espagueti a la boloñesa, pero una vez al año no era suficiente.
Con mi Mamá Lupita, en cambio, había siempre sopa de pasta: estrellitas,
letras, coditos… o fideos. Ella lograba
que quedaran casi secos, de manera que yo me evitaba las horas (parecían horas)
de cucharear una sopa, cosa que me daba mucha flojera. La salsa de tomate, que
hacía mientras cantaba las canciones que transmitían en la estación El Fonógrafo,
le quedaba en el punto justo entre la acidez y la dulzura. En la mesa había
queso de Chiapas que yo espolvoreaba generosamente sobre mi sopa y luego
agregaba una cucharada de crema y aquello era mi placer especial. Uno que tuve
que apurar después de que mi Papá Abuelito me regañó porque el fideo o llevaba
queso o crema pero no las dos cosas, “¿qué es eso?” me dijo. Así que me
encargué de comer rápido antes de que él llegara de trabajar y me viera comiendo
aquella deliciosa monstruosidad. Cuando él estaba no había de otra, era queso o
crema, pero no los dos.
El 19 de septiembre de 1985 nos mudamos a casa de mi Mamá
Lupita. El departamento 909, de la entrada C, del edificio Tamaulipas dejó de
ser habitable. Las grietas se extendían de piso a techo y eran más anchas que
mis flacos brazos de niña de 13 años. No recuerdo a qué hora llegamos al
departamento, la zona ya estaba acordonada porque vivíamos a unos metros del
edificio Nuevo Léon. Mi mamá nos dijo que empacáramos uniformes y algo de ropa.
Ella recogió documentos e iniciamos el camino hacia el sur. No creo que
entonces cruzar el centro haya sido el camino más corto entre el norte y el
sur, pero mi memoria borró casi toda esa travesía, excepto tres cosas. Los
rostros con miradas perdidas de la gente que caminaba en la calle, el aire de
un color gris que no he vuelto a ver ni en los días más contaminados y Tlalpan.
Avanzábamos despacio cuando aparecieron los edificios donde trabajaban las
costureras y que ahora eran láminas de concreto apiladas una sobre otra entre las
que se escurrían telas de colores. Mi memoria se revuelve con todas las
historias que luego oí de las costureras y sus condiciones de trabajo. Aquel 19 de septiembre no hubo cosquilleo en
la panza, ni fideos en casa de mi abuelita donde nos quedamos a vivir un par de
meses mientras mi mamá buscó otro lugar para la familia.
Regresamos a Tlatelolco sólo para sacar todo lo que había en
el departamento. No se cuantos días tomó la mudanza ni a donde fueron a parar
nuestras cosas. Sólo recuerdo que sobre Tlalpan el cosquilleo en el estómago
fue sustituido por el asombro y la angustia que me provocaban los edificios
colapsados, porque las cosas así de sólidas, así de grandes, no deberían caerse
nunca. Nos mudamos primero cerca del metro la Raza y luego a Aguascalientes. Ya
no era necesario atravesar Tlalpan y allá en Aguascalientes comencé a ayudar
con la comida asegurándome que de vez en cuando habría fideos en el menú. Les
faltaba el queso de Chiapas y el balance de dulzura y acidez, tal vez, porque hacía
falta conjurar una magia especial cantando como lo hacía mi abuelita.
Ahora las pastas son para ocasiones especiales porque en los
cuarentas los carbohidratos se acumulan fácilmente como grasa alrededor de mi
cintura, pero no hago fideos porque aunque les ponga crema y queso de
Chiapas y cante canciones de María Luisa Landín mientras los preparo, nunca
saben como los de mi Mamá Lupita. Ya no se reconocer en Tlalpan donde estaban
aquellos edificios con todas sus historias. Me quedan los viajes desde el sur
al centro donde Gabriela y nuestras amigas nos vamos a bailar de vez en cuando.
Sigo el consejo del abuelo de tomar siempre Tlalpan. Justo en la subida de
aquella cúspide, respiro profundo y acelero un poco mientras me aferro al
volante y veo de reojo a Gabriela que se encoge y justo al mismo tiempo soltamos
una risa nerviosa que termina unos segundos después al bajar la cuesta. Aquí
adentro, una niña de 13 años celebra con nosotras esa felicidad pasajera.