Efecto Casimir

Convencido de que el principio de todo estaba en la nada, mi padre eligió el nombre de Nada para su primogénita. Yo escogí Antígona. Luego tuve que elegir entre la literatura y la ciencia. Opté por la ciencia, aunque no realmente. No dejé de leer ni de escribir, cuentos y poesía, al menos por un tiempo. La ciencia me absorbió y dejé de escribir, luego de leer. Encontré un refugio en la divulgación de la ciencia, podía seguir leyendo y escibiendo sin traicionar esa elección que requería todo mi esfuerzo.

Ya con un trabajo como científica me convertí en malabarista. Intenté conservar mis pasiones, mis amistades, el baile, la divulgación de la ciencia, la literatura y sobre todo eso cumplir como madre. Fui torpe y renuncié. Me volví monótona pero no por ello más productiva. A mediados del 2013 una decisión cambió mi vida. Día a día comencé a sentirme viva de nuevo. Volví entonces a la literatura, al baile, a mis amigos. Rescaté retazos de textos, narré historias de orquídeas y trenes. Esta vez sin malabares y sin renuncias absolutas. Tomar decisiones, resolver lo urgente, adelantar lo necesario y conservar espacios para mis pasiones.

Entre todos las cosas variables, me aferro a las constantes. Escribo porque no puedo evitarlo. Hoy decidí compartirlo (gracias Susi por darme el empujón final). Los primeros posts serán una ensalada de mi pasado y presente. Las fechas de los escritos del pasado son cosas borrosas. Soy mala para eso. Se que hace 65 millones de años se extinguieron los dinosaurios, la Tierra se formó hace 4 mil quinientos millones de años y el Sol hace 5 mil millones. Mi doctorado lo obtuve en... tengo que revisar mi CV.

El título de este blog honra mi dualidad inevitable: ciencia y literatura. Aprendí del efecto Casimir en la licenciatura y se quedó en la memoria como una de esas muchas curiosidades de la mecánica cuántica hasta que alguien combinó su tema de tesis de licenciatura con el nombre que mi papá eligió para mi. Fue una broma tan bien construida que me siguió hasta la desvelada del año nuevo en la que buscaba un nombre para un blog, para los escritos de Nada para Nada.

miércoles, 25 de mayo de 2016

La intrusa

La denunciaron el ruido de las ollas. Entre sueños agudicé el oido. Alguien estaba en la casa. Miré a mi lado donde mi mamá seguía profundamente dormida.  Me levanté despacio y caminé descalza revisando con la mirada el pasillo, la recámara contigua, la sala. Desde ahí la vi sobre la estufa, una ardilla negra husmeaba entre un par de trastos que había dejado la noche anterior. La miré de lejos para no perturbarla pensando qué haría para sacarla de mi casa.

Podría dejarla en paz si fuera como esas arañas de patas delgadas y largas que se quedan en su rincón y atrapan moscas. El resto de las arañas no corren con tanta suerte, tampoco los escorpiones, moscas y cucarachas. A las abejas, en cambio, puedo llevarlas hasta la ventana, donde confío volarán a un sitio más apropiado para ellas. Y luego están los bichos raros. Una vez encontré un insecto verde brillante del tamaño de la palma de mi mano. Estaba en el patio de lavado. Muy grande para un zapato, muy lindo y especial para que su vida acabara ahí. Logré ponerlo en un vaso y echarlo por la ventana al jardín del edificio. Entonces vivía en un primer piso y era fácil. Una ardilla era algo más complicado, en especial cuando estás en el quinto piso y no puedes simplemente empujarla hasta la ventana. Podría, claro, pero pensé que había alguna otra solución sencilla en la que la ardilla sobreviviera y yo no corriera el riesgo de ser mordida. Las ardillas suelen ser salvajes cuando se trata de defender su comida. Muy comprensible.

Regresé a la recámara para contarle a mi mamá sobre la ardilla en la cocina. Tal vez ella tendría una buena idea. Pero seguía dormida y no me atreví a despertarla. Oí mas ruidos en la cocina ¿o eran en el patio de lavado? Regresé despacio pensando que tal vez una cubeta serviría para atraparla. Ya no estaba sobre la estufa. Recorrí con la mirada toda la cocina, bajo el desayunador, en la alacena, en el fregadero. La ardilla no estaba. Vi abierta la puerta que da hacia el patio de lavado, me asomé. Otra vez los ruidos. Parecía rascar algo cerca de las ranuras del patio que dan hacia el departamento contiguo. Cerré la puerta del patio con seguro. Los ruidos cesaron un par de minutos más tarde. Imaginé la cara de mi vecina --que ameniza mis mañanas de los sábados con música horripilante-- encontrando a la ardilla. Regresé a la cama donde mi mamá salía lentamete de su sueño. ¿Qué pasó hija? me preguntó. Mientras me acomodaba entre las sábanas le respondí: Creí oir ruidos pero no era nada. Y me entregué al sueño interrumpido.