Una noche antes habían asaltado a
mi amiga, la que vivía en el piso de arriba. A punta de pistola les
quitaron el carro, a ella y a su novio. Lo habían sacado dos días
antes de la agencia. Nuevecito. Mi novio y yo nos ofrecimos a
ayudarles, llevarlos a la delegación o algo, dijeron que si, pero al
final se fueron solos. En el ministerio público los maltrataron y a
la semana siguiente se habían mudado. Nosotros teníamos fiesta la
noche siguiente del asalto pero a nuestro carro nunca le había hecho
caso ladrón alguno. Yo odiaba ese auto, no era ni grande ni pequeño.
Por dentro daba la sensación de ser un carro casi de lujo con
asientos amplios y automático, mi novio amaba eso. Así que igual,
con todo y el susto que le habían metido a mi amiga, nos fuimos de
fiesta.
Mi novio era de esos que tomaban y
podía perderse. Yo nunca le contaba los tragos, no era necesario,
sólo lo veía transformarse poco a poco, pedir cada vez más
atención, con su voz profunda y una anécdota, que por supuesto era
la única que valía la pena ser escuchada. Me las sabía todas,
aunque siempre cambiaba algo, casi nunca importaba, excepto cuando
hablaba de cosas que nos habían pasado juntos. A veces, eso si me
enojaba, pero me quedaba callada, hacer escenas en público no era lo
mío. Mi papá no tomaba, nunca. Si le insistían él decía que era
diabético, entonces le ofrecían algo que el anfitrión creía que
no era malo para su condición. En ocasiones mi papá aceptaba y el
trago se quedaba ahí, intacto. No era de los que le gustara dar
explicaciones, pero a nosotros, acá en familia, como parte de la
educación que debía darnos, nos contaba de cuando sus compañeros
de trabajo se emborrachaban. No soportaba como se perdían y es que
el control sobre uno mismo era importante, lo más importante. Uno
podía sobreponerse a todo, el dolor, las desveladas, el hambre, el
miedo, todo, siempre y cuando uno tuviera el control de si mismo. Así
que no bebía y tampoco dormía porque entonces, dormido, su
autocontrol lo abandonaba. Argumentaba que la mente era poderosa,
aunque en realidad su cuerpo vencía en algún momento y al final ese
abandono, el del sueño, le ganaba siempre.
Mi papá no tomaba nunca y yo jamás
conviví con un borracho. Eso si, mi mamá no se libraba de las
vergüenzas públicas. Mi papá dejando con la mano estirada a
alguien que lo saludaba amablemente, contestando con monosílabos a
quien trataba de conversar con él o sonándose la nariz
escandalosamente, en medio de un restaurante, con el paliacate que
siempre llevaba consigo. Mi mamá solía no decir nada o casi nada.
Apretaba la quijada y se guardaba el rencor hasta que le salía con
alguien más, en un comentario certero, hiriente. Una frase de ella
podía ser mortífera. Pero no eran nunca contra él, su rebeldía
era la desobediencia activa, hacer cosas que mi papá no quería que
hiciera. A veces, él no se enteraba, pero supongo que mi mamá lo
saboreaba igual, sin saberlo.
La noche después del asalto a mi
amiga, nos fuimos de fiesta y mi novio se emborrachó. Tuve que
manejar de regreso a la casa, en ese carro que odiaba. Tardé como
diez minutos en estacionarlo porque nunca podía calcular si ya
estaba a buena distancia de la banqueta y si le iba a pegar a los
otros carros. Parecía tan grande por dentro, pero por fuera, no lo
era en realidad. En esos diez minutos él vigilaba que no hubiera
asaltantes. Estaba enojado y recordaba el asalto de la noche anterior
y lo que nos contó mi amiga que había pasado en el ministerio
público. Y por supuesto, tenía que hacer algo, porque él odiaba
las injusticias. Si un carro se le metía a la brava en medio del
tráfico, él hacía lo mismo. Había que educar a la gente para que
se portara con algo de civilidad. Así que se le metía enfrente una
y otra vez, frenando bruscamente, para que el otro conductor
aprendiera su lección. Reclamaba todo, el empujón en el autobús,
la falta de cambio en el súper, todas las cosas injustas con las que
el resto del mundo había decidido fastidiarlo.
La noche de la fiesta estaba
enojado. El asalto no era una injusticia que pudiera reparar así
nada más. Llegando al departamento buscó su pistola, una muy linda
que su papá le había regalado. Intenté distraerlo sin éxito,
finalmente la encontró y abrió la ventana. Me dijo que estaba
seguro que los asaltantes estaban ahí, yo pregunté desesperada qué
pensaba hacer. Voy a matarlos contestó. Mi papá usaba pistola, por
su trabajo. Me enseñó a cargarla, a quitar el seguro y a disparar.
Nunca me dieron miedo, excepto esa vez que jugué con mi hermano a
ponernos el arma de mi papá en la cabeza y apretar el gatillo.
Estaba descargada pero igual, tuve miedo.
Esa noche, la de la fiesta, volví a
tener miedo. Pero no era por la pistola. Mi novio esperaba en la
ventana para matar a alguien. Una sombra cruzó a una cuadra de
distancia y el exclamó, mira, ahí va el asaltante. Yo exponía
argumentos, esto no vale la pena, cómo sabes que esa persona es un
ladrón, te vas a ir a la cárcel y para qué. Tenía miedo de
perderlo. Intentó estirar el brazo para apuntar, tal como lo habían
entrenado. Le pedí que me devolviera el arma. Se negó y yo insistí
mientras resbalaba mi mano por su brazo. Supliqué, ya con mi mano
sobre la suya que apretaba la empuñadura de la pistola. No cedió,
tomé el arma por el cañón y lo dirigí hacia mi. Se desplomó
vencido, llorando. El arma quedó en mis manos, la devolví a su
estuche y regresé a abrazarlo. Lloramos juntos hasta que dejé de
sentir el latido de mi corazón. Llevé a mi novio a la cama y lo vi
quedarse dormido. Me recosté a su lado, luchando contra el sueño
mientras trataba de calmar un dolor indefinido, una astilla helada en
algún punto, muy adentro de mi.
Un año después mi novio y yo nos
casamos. Un amor para siempre, como el de mis padres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario