Estábamos en quinto año de primaria, L y yo éramos amigas,
cuando salíamos al recreo compartíamos lo que cada una había aprendido en las
clases de karate. Un día me enteré que ella y yo éramos rivales. La fuente de
la supuesta discordia era un niño que había sido su novio y que luego se me
declaró a mi. Yo le dije que si y no volví a hablarle porque no tenía idea que
hace una con un novio a los 11 años, pero de cualquier manera los chismes
corrieron, se nos identificó como rivales y dejamos de hablarnos. Pasaron más
de 30 años para que me enterara, por su perfil de Facebook en el que nunca me aceptó,
que L era lesbiana. Pero a ella no la considero como la primera lesbiana que
conocí. La primera llegó en un auto que a mi me parecía deportivo, con el
cabello corto, vestida con camiseta blanca, tenis y pantalón de mezclilla. La
recuerdo, con el brazo doblado recargado en el toldo del auto llamando a su
hermana, una de mis compañeras de la primaria. Su imagen en mi cabeza es tan
nítida como la sensación que tuve de que ella era diferente al resto de las
mujeres que conocía. Aunque ella sólo tenía 17 años me pareció la mujer más
segura de si misma que había visto. No se cuando me di cuenta que ella era
lesbiana, fue una certeza que tuve y ya. Apenas hace un año volví a hablar con
su hermana y pregunté por ella con algo de miedo porque mi certeza no fuera
real. Descubrí que no me equivoqué.
La secundaria 41, sor Juana Inés de la Cruz es pública y es
de puras mujeres. Ahí me enamoré por
primera vez de C y nunca se lo dije. No se cuál era mi temor, pero algo parecía
no estar bien y preferí callarme. Por
una razón que no entendía entonces, otra amiga, S, se enojaba siempre que hablaba C, lo descubrí
años después cuando S y yo nos reencontramos, retomamos nuestra amistad y fue ella la primera mujer con quien sostuve
una relación sexual. En ese entonces yo hacía la maestría, estaba casada (con
un hombre), me definía como bisexual y estaba enamorada de L, una compañera de la maestría a quien tampoco
se lo dije nunca.
Hay una historia entretejida en estos recuerdos a la que
llamo “mi vida hetera”. Mi padre decía que yo debía vestir con pantalones,
usar cabello corto y zapatos cómodos. Yo quería vestidos, moños y zapatos rojos.
Mi padre decía que así era libre. Mi educación esquizoide tuvo cuentos de
ciencia ficción que alimentaron mi convicción de ser científica, convicción que
jamás fue desalentada por mi familia cercana. Mi papá decía que las mujeres
debíamos leer y aprender, pero lo vi lavar trastes dos veces en mi vida,
mientras mi mamá trabajaba, estudiaba, cocinaba, y se esforzaba día y noche por
mantenerlo contento. Como ella, todas las mujeres de su familia se esforzaban
por servirlos a ellos y eso definía desde su forma de vestir hasta sus rutinas
diarias y planes futuros. Yo no sabía
que las cosas podían ser de otra forma. En una de las muchas lecciones que me
daba, mi padre me dijo que las mujeres que no tienen a un hombre a su lado
envejecen más pronto. No tenía forma de comprobarlo, ahora a los 47 y sin
depender de ningún hombre, ni emocional, ni económicamente, puedo ver que
estaba equivocado.
Estudié la carrera de física rodeada de hombres, con un novio
celoso, que le caía muy bien a mi papá y que logró que me apartara del resto de
los compañeros. A los 22 años comencé la maestría y me casé con quien fue mi
compañero por 18 años. Fue él quien convenció a S, mi antigua amiga de la
secundaria que tuviéramos sexo, el único requisito era que él también
participara. Yo no tenía idea de cómo acercarme a una mujer y en general mi
disfuncionalidad para lo social me hacía difícil conocer a nuevas personas. Mi
vida era la universidad y mi universo de personas se limitaba a quienes conocía
ahí y casi todos eran hombres.
Mi carrera académica continuó y un día quise un bebé. Era una
necesidad irracional y absurda para alguien a quien no le gusta lidiar con
infantes. Hice planes con el marido para tener un hijo cuando yo tuviera el
doctorado y él un libro publicado, cosas que sucedieron casi al mismo tiempo y
llegaron junto con el desempleo de ambos. Nos mudamos a Pensilvania donde yo
conseguí trabajo y finalmente decidí que el momento perfecto para tener un hijo
estaba muy lejos, así que era ahora o nunca. Nos embarazamos y nos mudamos a
Pasadena, California donde conseguí un nuevo trabajo en el Jet Propulsion
Laboratory. Parí a los 34 años de edad en un hospital muy lindo pero con condiciones
terribles de seguridad social. Para tener derecho a ausentarme una semana y
recibir un sueldo, debía trabajar primero 6 meses. No era posible tal cosa.
Descubrí que la burocracia es burocracia donde sea, incluso en la NASA y tuve que
regresar a trabajar al mes de parir, pues me quedé sin sueldo a las 3 semanas
de que mi hijo nació. Aquí en México las investigadoras llevaban a sus bebés a
su oficina, cuando yo pregunté si podía hacer eso, mi jefa me respondió
asombrada de que yo hiciera una pregunta cuya respuesta era un evidente y
rotundo “no”. Sin dinero para pagar una guardería, el papá se dedicó a cuidar
al hijo y yo a trabajar de 10 am a 5 pm, levantándome de mi asiento solo para
comer, sacarme leche e ir al baño. En casa me esperaba un marido cansado que
hacía la cena y desaparecía para que yo me encargara del hijo toda la noche,
hasta la mañana siguiente. Fue el año más largo de mi vida y me convenció de
que la maternidad no era lo mio. Cuando nos separamos el papá se quedó con la
guardia y custodia y yo con el deber de pasarle una parte de mi sueldo para la
manutención de nuestro hijo.
A mis 38 años yo tenía todo lo que había querido, a decir de
quien era mi marido. Doctorado, hijo, trabajo como investigadora en la UNAM. A
su juicio, yo no merecía nada más. La vida social se acabó, me sentenció. Mi
discapacidad para lo social nunca me impidió tener amistades, todas ellas
construidas dentro de la academia. Amaba las fiestas, bailar e ir al cine, pero
eso se había acabado. Dentro de mi algo estaba muerto y no me atreví a
nombrarlo hasta que una colega mía falleció de cáncer. Una mujer super
inteligente, alegre, sana. Le dio cáncer y dos años después estaba muerta. Ella
tenía 50 y yo 40. Pensé entonces que en 10 años yo podía estar en un ataúd y
era profundamente infeliz.
Finalmente me separé y en mi fiesta de cumpleaños número 43
una vecina se coló a mi fiesta. Ella abrió un mundo nuevo para mi cuando me
invitó a la primera fiesta separatista en mi vida. Una fiesta sólo de mujeres,
lesbianas y feministas. Una de las chicas tomó uno de mis chinos entre sus
dedos para halagar mi cabello, bailamos y platicamos, un par de meses después
ella me diría que yo le gustaba y ese día me estaba ligando, pero yo no me di
cuenta, porque en la vida hetera esos rituales los viví siempre con cierta
incomodidad. Me acostumbré a espacios separatistas donde no se esperaba que yo le
agradara o sirviera a nadie, pero sobre todo donde me sentía segura. Cuando
comencé a salir con una mujer, todavía me pensaba bisexual. Mientras pasaron
los meses y mi relación con ella se hacía más profunda y me enteré del concepto
de heteropatriarcado y de otros mas que de pronto me explicaron mi vida y todas
las violencias vividas, entendí a mi madre, a mi abuela, a mis amigas, compañeras,
colegas. Decidí entonces no volver a tener relaciones sexo-afectivas con
hombres y en general, dejar de servirles o intentar agradarles. Temí nombrarme
lesbiana porque sentí que me apropiaba de un lugar al que llegué muy tarde. Me
nombré lesbiana conversa y luego lesbiana política para encontrarme después con
todas las discusiones alrededor de ambos términos y sentirme de nuevo indecisa.
Lo pensé mucho, repasé mi historia, las violaciones, el acoso, mis miedos, mis
silencios, todas esas relaciones sin orgasmos, de sentir siempre que yo nunca
era suficientemente bonita o inteligente o simpática todo eso comparado con las
horas de ternura, abrazos, besos, risas, la paz de sentirme finalmente yo,
satisfecha, amada. Aprender siempre de otras mujeres, valorar todos sus
saberes, sentirme escuchada. Así decidí nombrarme lesbiana.
Mi hijo recibió la noticia de tener una madre bisexual y
luego lesbiana sin muchos aspavientos. De hecho, se sintió aliviado de que mi
pareja no fuera un hombre porque él se imaginaba un sustituto de padre que no quería,
ni necesitaba. Usé su caricatura favorita de aquel entonces para decirle que
como Rubí y Zafiro a mi también me gustaban las mujeres. Le pareció muy bien y
pasó a otro tema como si nada. Después le dijo a su terapeuta que tenía miedo de
que los niños de su escuela se burlaran de mi. Y un día, caminando por la calle
de la mano de mi novia, se me acercó para decirme que nos estaban viendo otras
personas y que podían hacernos daño. Después de tres años de verme caminar de
la mano y besarme en público con mi pareja, mi hijo se preocupa menos por
nuestra seguridad y yo no me he atrevido a decirle que tiene razón en pensar
que hay muchos lugares que no son seguros para las lesbianas.
Mi madre lloró cuando le dije que tenía una relación con una
mujer y no entendí muy bien porqué lo hizo. Me dijo que fue una sorpresa aunque estoy segura que mencioné más de una vez delante de ella que me gustaban
las mujeres, pero mi mamá es buena para cegarse selectivamente a algunas cosas,
un arte que aprendió a dominar después de 30 años de vivir con mi papá. Mi
madre me ama mucho así que se esfuerza por aceptarme y actuar natural cuando
salimos en compañía de mi pareja mientras se aguanta las ganas de decirme que
no le cuente a nadie de su familia que soy lesbiana. En el fondo de su
cristiano corazón creo que guarda la esperanza de que yo vuelva a ser hetera y
me salve de las llamas del infierno.
En mi trabajo, hay 67 personas contratadas como investigadoras,
sólo 8 somos mujeres. En mi departamento soy la única mujer. En otros
institutos donde hay física, nosotras somos el 20%, así que la física está
dominada por hombres. Me dijeron más de una vez, en forma de halago, que yo era
uno de ellos. Hubo un tiempo que así lo sentí y aunque no lo digo con orgullo, fue mi estrategia de sobrevivencia. El otro lugar común en la
física son las bromas sobre lesbianas. La lógica va más o menos así, para
estudiar física hay que ser muy inteligente, las mujeres inteligentes son feas
y las mujeres feas son lesbianas, por lo tanto las mujeres que estudian física
son lesbianas. No hace mucho una colega que se cortó el cabello fue llamada
“lesbiana”, en forma de burla, por investigadores de su instituto. Alguna vez
una amiga lesbiana que fue a la facultad de ciencias me dijo que para ella casi
todas en la facultad parecían lesbianas ante la abundancia de camisas a
cuadros, cabello corto y/o de colores, botas y pantalones de mezclilla. En ese
ambiente, entre prejuicios, estereotipos y discriminación, yo no encajaba en
nada, solían decirme, por ejemplo, que yo “no parecía física”. Cuando mis
colegas se enteraron que era lesbiana no hubo mayor sorpresa, igual tampoco
encajaba en el estereotipo. La cuestión es, si era necesario o no decir que soy
lesbiana. Por supuesto mi mamá opina que no, igual que algunos colegas, hombres
blancos heterosexuales, que dicen que las personas deben ser juzgadas sólo por sus
méritos. Si, ajá.
El 5 de julio se celebra el día LGBT+ STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y
Matemáticas). De acuerdo con un estudio publicado el año pasado, las personas
de la comunidad LGBT tienen un 7% más de probabilidad de abandonar los estudios
STEM que sus pares heterosexuales. Si las mujeres ya somos minoría en la
ciencia, las lesbianas estamos aún peor. En mi estadística personal nunca
conocí una sola investigadora que fuera lesbiana. En las dinámicas del día a
día me pasaban cosas como esta: una estudiante menciona constantemente a su
novio, lo presenta con el grupo de trabajo, nos cuenta cuando se va a vivir con
él, otro estudiante del grupo jamás habla de su pareja. Entonces yo hablo de mi
novia, ella me acompaña a un par de fiestas del trabajo. Un día el estudiante
me manda un mensaje, su novio quiere ir a una de mis conferencias y quiere que
le diga donde va a ser la próxima. Ahora todas las personas del grupo se
sienten cómodas hablando de sus parejas. En la facultad de ciencias, las
estudiantes feministas escriben “se va a caer”, arman tendederos de denuncia,
crean colectivas para actuar juntas. La lesbiandad para ellas no es el lugar
común, ni el insulto, sino la posibilidad de relacionarse entre ellas desde la
igualdad y el respeto. Ellas me saben su aliada, nos escuchamos y aprendemos
todas.
De vez en cuando recuerdo esos años perdidos en un camino que
no era el mio. Hablo de “mi vida hetera” como si fuera un suceso del pasado
cuando es más bien un cáncer bajo ataque que no para de reproducirse, porque
descubrí después, con mucho dolor por cierto, que dejar la vida hetera era
mucho más que vivirme lesbiana, implicaba dejar de lado todo lo que me han
enseñado sobre mi deber ser como mujer, la forma en que vivo las relaciones
amorosas, todos las cosas que aprendí a llevar en silencio y que hoy deben ser
habladas y visibilizadas para que un día ninguna niña ni mujer se vea en la
necesidad de refugiarse en el silencio.